Poesia

Félix María de Samaniego: Fábulas

octubre 12, 2009

Félix María de Samaniego

«El jardín de Venus»

El país de afloja y aprieta»
En lo interior del África buscaba
cierto joven viajero
un buen pueblo en que a todos se hospedaba
sin que diesen dinero;
y con esta noticia que tenía
se dejó atrás un día
su equipaje y criado,
y, yendo apresurado,
sediento y caluroso,
llegó a un bosque frondoso
de palmas, cuyas sendas mal holladas
sus pasos condujeron
al pie de unas murallas elevadas
donde sus ojos con placer leyeron,
en diversos idiomas esculpido,
un rótulo que hacía este sentido:
«Esta es la capital de Siempre-meta,
país de afloja y aprieta,
donde de balde goza y se mantiene
todo el que a sus costumbres se conviene».
– ¡He aquí mi tierra!, dijo el viandante
luego que esto leyó, y en el instante
buscó y halló la puerta
de par en par abierta.
Por ella se coló precipitado
y viose rodeado,
no de salvajes fieros,
sino de muchos jóvenes en cueros,
con los aquellos tiesos y fornidos,
armados de unos chuzos bien lucidos,
los cuales le agarraron
y a su gobernador le presentaron.
Estaba el tal, con un semblante adusto,
como ellos en pelota; era robusto
y en la erección continua que mostraba
a todos los demás sobrepujaba.
Luego que en su presencia
estuvo el viajero,
mandó le desnudasen, lo primero,
y que con diligencia
le mirasen las partes genitales,
que hallaron de tamaño garrafales.
La verga estaba tiesa y consistente,
pues como había visto tanta gente
con el vigor que da naturaleza,
también el pobre enarboló su pieza.
Como el gobernador en tal estado
le halló, díjole: – Joven extranjero,
te encuentro bien armado
y muy en breve espero
que aumentarás la población inquieta
de nuestra capital de Siempre-meta;
mas antes sabe que es el heroísmo
de sus hijos valientes
vivir en un perpetuo priapismo,
gozando mil mujeres diferentes;
y si cumplir no puedes su costumbre,
vete, o te expones a una pesadumbre.
– ¡Oh!, yo la dejaré desempeñada,
el joven respondió, si me permite
que en alguna belleza me ejercite.
Ya veis que está exaltada
mi potencia, y yo quiero
al instante jo…
– ¡Basta! Lo primero,
dijo el gobernador a sus ministros,
e apuntará su nombre en los registros
de nuestra población; después, llevadle
donde se bañe; luego, perfumadle;
después, que cene cuanto se le antoje;
y después enviadle quien le afloje.
Dijo y obedecieron,
y al joven como nuevo le pusieron:
lavado y perfumado,
bien bebido y cenado,
de modo que en la cama, al acostarse,
tan sólo panza arriba pudo echarse.
Así se hallaba, cuando a darle ayuda
una beldad desnuda
llegó, y subió a su lecho;
la cual, para dejarle satisfecho,
sin que necesitase estimularlo,
con diez desagües consiguió aflojarlo.
Habiendo así cumplido
las órdenes, se fue y dejó dormido
al joven, que a muy poco despertaron
y el almuerzo a la cama le llevaron,
presentándole luego otra hermosura
que le hiciese segunda aflojadura.
Ésta, que halló ya lánguida la parte,
apuró los recursos de su arte
con rápidos meneos
para que contentase sus deseos;
y él, ya de media anqueta, ya debajo,
tres veces aflojó, ¡con qué trabajo!
No hallándole más jugo,
ella se fue quejosa;
y otra entró de refresco más hermosa,
que, aunque al joven le plugo
por su perfección rara,
no tuvo nada ya que le aflojara.
Sentida del desaire,
Ésta empezó a dar gritos, y no al aire,
porque el gobernador entró al momento
y, al ver del joven el aflojamiento,
dijo en tono furioso:
– ¡Hola!, que aprieten a ese perezoso.
Al punto tres negrazos de Guinea
vinieron, de estatura gigantea,
y al joven sujetaron,
y uno en pos de otro a fuerza le apretaron
por el ojo fruncido,
cuyo virgo dejaron destruido.
Así pues, desfondado,
creyéndole bastante castigado
de su presunción vana,
en la misma mañana,
sacándole al camino,
le dejaron llorar su desatino,
sin poderse mover. Allí tirado
le encontró su criado,
el cual le preguntó si hallado había
el pueblo en que de balde se comía.
– ¡Ah, sí, y hallarlo fue mi desventura!,
el amo respondió.
– Pues ¿qué aventura,
el mozo replicó, le ha sucedido,
En esa buena tierra
no puede ser que así le maltrataran.
– Mil deleites, el amo dijo, encierra
y, aunque estoy desplegado, yo lo fundo
en que si como aflojan no apretaran,
mejor país no habría en todo el mundo.

«El conjuro»

De un tremebundo lego acompañado,
fue a exorcizar un padre jubilado
a una joven hermosa y desgraciada
que del maligno estaba atormentada.
Empezó su conjuro
y el espíritu impuro,
haciendo resistencia,
agitaba a la joven con violencia
obligándola a tales contorsiones,
que la infeliz mostraba en ocasiones
las partes de su cuerpo más secretas:
ya descubría las redondas tetas
de brillante blancura,
ya, alzando la delgada vestidura,
manifestaba un bosque bien poblado
de crespo vello en hebras mil rizado,
a cuyo centro daba colorido
un breve ojal, de rosas guarnecido.
El lego, que miraba tal belleza,
sentía novedad grande en su pieza,
y el fraile, que lo mismo recelaba,
con los ojos cerrados conjuraba
hasta que al fin, cansado
de haber a la doncella exorcizado
dos horas vanamente,
para que sosegase la paciente
y él volviese con fuerzas a su empleo,
al campo salió un rato de paseo,
diciendo al lego hiciera compañía
a la doncella en tanto que él volvía.
Fuese, pues, y el donado,
de lujuria inflamado,
apenas quedó solo con la hermosa
cuando, esgrimiendo su terrible cosa,
sin temor de que estaba  35
el diablo en aquel cuerpo que atacaba,
la tendió y por tres veces la introdujo
de sus riñones el ardiente flujo.
Mientras que así se holgaba el lego diestro,
a la casa volviendo su maestro,
vio que en la barandilla
de la escalera, puesto en la perilla,
estaba encaramado
el diablo, confundido y asustado,
y díjole riendo:
– ¡Hola, parece que saliste huyendo
del cuerpo en que te hallabas mal seguro,
por no sufrir dos veces mi conjuro!
Yo me alegro infinito;
mas, ¿qué esperas aquí? ¡Dilo, maldito!
– Espero, dijo el diablo sofocado,
que sepas que tú no me has expulsado
de esa pobre mujer por conjurarme,
sino tu lego que intentó amolarme
con su tercia de dura culebrina,
buscándome el ojete en su vagina,
y pensé: ¡Guarda, Pablo!,
propio es de lego motilón ladino
que no respete virgo femenino,
¡pero que deje con el suyo al diablo!

«El loro y la cotorra»

Tenía una doncella muy bonita,
llamada Mariquita,
un viejo consejero
que en ella por entero,
cuando se alborotaba
su cansada persona, desaguaba
con tal circunspección y tal paciencia
como si a un pleito diese la sentencia.
Era de este señor el escribiente
un mozuelo entre frailes educado,
como ellos suelen ser, rabicaliente,
rollizo y bien armado,
que, cuando el consejero fuera estaba,
a doña Mariquita consolaba.
Sucedió, pues, que un día
la consoló en su cuarto, donde había
en jaulas diferentes
un loro camastrón, cuyo despejo
todo lo comprendía por ser viejo,
y una joven cotorra muy parlera,
que la conversación de los sirvientes
oyeron, la cual fue de esta manera:
– ¿Te gusta, Mariquita?
– Sí, mucho, mucho; estoy muy contentita.
– ¿Entra bien de este modo?
– Sí, mi escribiente… ¡Métemelo todo!
– Pues menéate más…, que estoy perdido.
– Y yo… que viene… ¡ay, Dios…!, ¡que ya ha venido!
Y en efecto, llegaba el consejero
en aquel mismo instante,
y apenas su escribiente marrullero
dejó regado el campo de su amante,
cuando, con la ganilla que traía,
al mismo cuarto entró su señoría.
Quitose en él la toga,
diose en la parte floja un manoteo,
y a la que su materia desahoga
manifestó su lánguido deseo.
Ella, puesta debajo
de un modo conveniente,
se acordó en su trabajo
del natural vigor del escribiente,
y empezó a respingar con tal salero
que por poco desmonta al consejero.
Éste, viendo el peligro que corría,
dijo: Basta… ¿Qué hacéis, doña María?
¡Guarde más ceremonia con mi taco,
o por vida del rey que se lo saco!
– De veros, el contento,
replicó la taimada,
me hace tener tan fuerte movimiento.
¡Perdón!
– Sí, dijo el viejo; perdonada
estás, si es que te alegra mi llegada.
La cotorra, que aquello estaba oyendo,
dijo entonces, sus alas sacudiendo:
– Lorito, contentita
está la Mariquita.
A que respondió el loro prontamente:
– ¡Sí, se lo metió todo el escribiente!

«El cabo de vela»

Salió muy de mañana
a oír misa en la iglesia más cercana
una vieja ochentona
de vista intercadente y voz temblona.
A la del Hospital se dirigía
porque junto vivía,
llevando, por no haber amanecido,
de una vela encendido
el cabo en su linterna,
cosa bien útil, aunque no moderna.
Dejémosla que siga su camino
y vamos a contar lo que el destino
le tenía guardado. El día antes
los mozos practicantes
del Hospital cortaron con destreza,
en la disecación, la enorme pieza
de un soldado difunto
y, para mantenerla en todo el punto
de su hermoso tamaño,
con un cañón de estaño
la llenaron de viento;
en seguida el pellejo al instrumento
con un torzal ataron
al corte, y como nuevo le dejaron.
Jugaron luego al mingo
con él, y cada cual daba un respingo
cuando se lo tiraban
los unos a los otros que allí estaban,
siendo de tal diablura
objeto su grandísima tiesura.
Después que se cansaron,
a la calle arrojaron
de su fiesta el prolífico instrumento.
Y aquí vuelve mi cuento
a buscar a la vieja, que con prisa
por la calle pasó para ir a misa.
No precisa el autor de aquesta historia
si tropezó en la tiesa caniloria
o en otra cosa; pero sí nos dice
que la vieja infelice,
por ir apresurada,
dio en la calle tan fuerte costalada
que se desolló el cutis de una pierna,
y, por el golpe rota la linterna,
perdió el cabo de vela y se vio a oscuras:
¡causa un porrazo muchas desventuras!
La pobre, al fin, se levantó diciendo:
– ¡Ah, Satanás maldito, ya te entiendo;
mas no te bastarán tus tentaciones
para que pierda yo mis devociones!
Entre tanto, tentaba
el empedrado, por si el cabo hallaba,
y tal fortuna tuvo
que, al poco tiempo que buscando anduvo,
dio con la erguida pieza del soldado,
y al cogerla exclamó: – ¡Dios sea loado!
Como no había allí dónde encenderla,
tuvo en la faltriquera que meterla
y, a la iglesia sus pasos dirigiendo,
llegó cuando la puerta iban abriendo.
Oyó misa, y entró en la sacristía
para encender su cabo;
acercole a una luz que en ella ardía,
pero el maldito nabo
dio con la llama tal chisporroteo
que apagó aquella vela.
La vieja, al ver frustrado su deseo,
al sacristán apela
para que le encendiese;
él le tomó, ignorando lo que fuese,
y le arrimó a la luz de otra bujía;
mas, como chispeaba y nunca ardía,
de la vela a la llama
le examina y exclama:
– ¡Cuerpo de Cristo!, ¡qué feroz pepino!
Tómelo, hermana, usté que tendrá tino
para saber lo que con él se hace,
que yo no enciendo velas de esta clase.
Atónita la vieja, entonces mira
con atención al cabo, y más se admira
que el sacristán, diciendo:
– En cincuenta y tres años que siguiendo
estuve la carrera
de moza de portal y de tercera,
no vi un cirio tan tieso y tan soplado.
¡Quién en sus tiempos se lo hubiera hallado!

«Las lavativas»

Cierta joven soltera,
de quien un oficial era el amante,
pensaba a cada instante
cómo con su galán dormir pudiera,
porque una vieja tía
gozar de sus amores la impedía.
Discurrió al fin meter al penitente
en su casa y, fingiendo que la daba
un cólico bilioso de repente,
hizo a la vieja, que cegata estaba,
que un colchón separase
y en diferente cama se acostase.
Ella en la suya en tanto
tuvo con su oficial lindo recreo,
dándole al dengue tanto
que a media voz, en dulce regodeo,
suspiraba y decía:
– ¡Ay…!, ¡ay…!, ¡cuánto me aprieta esta agonía!
La vieja cuidadosa,
que no estaba durmiendo,
los suspiros oyendo,
a su sobrina dijo cariñosa:
– Si tienes convulsiones aflictivas,
niña, yo te echaré unas lavativas.
– No, tía, ella responde, que me asustan.
– Pues si son un remedio soberano.
– ¿Y qué, si no me gustan?
– Con todo, te he de echar dos por mi mano.
Dijo, y en un momento levantada,
fue a cargar y a traer la arma vedada.
La mozuela, que estaba embebecida
cuando llegó este apuro,
gozando una fortísima embestida,
pensó un medio seguro
para que la función no se dejase
si a su galán la tía allí encontrase.
Montó en él ensartada,
tapándole su cuerpo y puesta en popa,
mientras la tía de jeringa armada
llegó a la cama, levantó la ropa
por un ladito y, como mejor pudo,
enfiló el ojo del rollizo escudo.
En tanto que empujaba
el caldo con cuidado,
la sobrina gozosa respingaba
sobre el cañón de su galán armado,
y la vieja, notando el movimiento,
la dijo: – ¿Ves como te dan contento
las lavativas, y que no te asustan?
¡Apuesto a que te gustan!
A lo cual la sobrina respondió:
– ¡Ay!, por un lado sí, por otro no.

Fabulas – Libro I

Fábula III

«El muchacho y la fortuna»

A la orilla de un pozo,
sobre la fresca yerba,
un incauto Mancebo
dormía a pierna suelta.
Gritóle la Fortuna:
«Insensato, despierta;
¿no ves que ahogarte puedes,
a poco que te muevas?
Por ti y otros canallas
a veces me motejan,
los unos de inconstante,
y los otros de adversa.
Reveses de Fortuna
llamáis a las miserias;
¿por qué, si son reveses
de la conducta necia?»

Fábula IV

«La codorniz»

Presa en estrecho lazo
la Codorniz sencilla,
daba quejas al aire,
ya tarde arrepentida.
«¡Ay de mí miserable
infeliz avecilla,
que antes cantaba libre,
y ya lloro cautiva!
Perdí mi nido amado,
perdí en él mis delicias,
al fin perdilo todo,
pues que perdí la vida.
¿Por qué desgracia tanta?
¿Por qué tanta desdicha?
¡Por un grano de trigo!
¡oh cara golosina!»
El apetito ciego
¡a cuántos precipita,
que por lograr un nada,
un todo sacrifican!

Fábula VIII

«El ratón de la corte y el del campo»

Un Ratón cortesano
Convidó con un modo muy urbano
A un Ratón campesino.
Diole gordo tocino,
Queso fresco de Holanda,
Y una despensa llena de vianda
Era su alojamiento,
Pues no pudiera haber un aposento
Tan magníficamente preparado,
Aunque fuese en Ratópolis buscado
Con el mayor esmero,
Para alojar a Roepan primero.
Sus sentidos allí se recreaban;
Las paredes y techos adornaban,
Entre mil ratonescas golosinas,
Salchichones, perniles y cecinas.
Saltaban de placer, ¡oh qué embeleso!
De pernil en pernil, de queso en queso.
En esta situación tan lisonjera
Llega la Despensera.
Oyen el ruido, corren, se agazapan,
Pierden el tino, mas al fin se escapan
Atropelladamente
Por cierto pasadizo abierto a diente.
«¡Esto tenemos! dijo el campesino;
Reniego yo del queso, del tocino
Y de quien busca gustos
Entre los sobresaltos y los sustos»
Volvióse a su campaña en el instante
Y estimó mucho más de allí adelante,
Sin zozobra, temor ni pesadumbres,
Su casita de tierra y sus legumbres.

Fábula IX

«El herrero y el perro»

Un Herrero tenía
Un Perro que no hacía
Sino comer, dormir y estarse echado;
De la casa jamás tuvo cuidado;
Levantábase sólo a mesa puesta;
Entonces con gran fiesta
Al dueño se acercaba,
Con perrunas caricias lo halagaba,
Mostrando de cariño mil excesos
Por pillar las piltrafas y los huesos.
«He llegado a notar, le dijo el amo,
Que aunque nunca te llamo
A la mesa, te llegas prontamente;
En la fragua jamás te vi presente,
Y yo me maravillo
De que, no despertándote el martillo,
Te desveles al ruido de mis dientes.
Anda, anda, poltrón; no es bien que cuentes
Que el amo, hecho un gañán y sin reposo,
Te mantiene a lo conde muy ocioso.»
El Perro le responde:
¿Qué más tiene que yo cualquiera conde?
Para no trabajar debo al destino
Haber nacido perro, no pollino.»
«Pues, señor conde, fuera de mi casa;
Verás en las demás lo que te pasa.»
En efecto salió a probar fortuna,
Y las casas anduvo de una en una.
Allí le hacen servir de centinela
Y que pase la noche toda en vela,
Acá de lazarillo y de danzante,
Allá dentro de un torno, a cada instante,
Asa la carne que comer no espera.
Al cabo conoció de esta manera
Que el destino, y no es cuento,
A todos nos cargó como al jumento.

Fábula XVIII

«El cordero y el lobo»

Uno de los corderos mamantones,
Que para los glotones
Se crían, sin salir jamás al prado,
Estando en la cabaña muy cerrado,
Vio por una rendija de la puerta
Que el caballero Lobo estaba alerta,
En silencio esperando astutamente
Una calva ocasión de echarle el diente.
Mas él, que bien seguro se miraba,
Así lo provocaba:
«Sepa usted, señor Lobo, que estoy preso,
Porque sabe el pastor que soy travieso;
Mas si él no fuese bobo,
No habría ya en el mundo ningún Lobo.
Pues yo corriendo libre por los cerros,
Sin pastores ni perros,
Con sólo mi pujanza y valentía
Contigo y con tu raza acabaría.»
«Adiós, exclamó el Lobo, mi esperanza
De regalar a mi vacía panza.
Cuando este miserable me provoca
Es señal de que se halla de mi boca
Tan libre como el cielo de ladrones.»

Así son los cobardes fanfarrones,
Que se hacen en los puestos ventajosos
Más valentones cuanto más medrosos.

Félix María de Samaniego

Félix María Serafín Sánchez de Samaniego Zabala, nació en La Guardia, Álava, el 12 de Octubre de de 1745.
Su ascendencia noble le hizo disponer de recursos para poder permitirse dedicarse al estudio, aunque son pocos los datos que se poseen, su biógrafo Eustaquio Fdez. Navarrete asegura que sus estudios medios los realizó en Francia y en la Universidad de Valladolid dos años de Derecho. Después vivió en Vergara (Guipúzcoa) protegido por su tío abuelo el Conde de Peñaflorida.
Sus primeras fabulas las leyó en la «Sociedad Bascongada de Amigos del País» y la primera colección de las mismas se publicaron en valencia en 1781.
En sus fabulas tuvieron gran influencia las eróticas de Jean de la Fontaine y estas le costaron estar en el punto de mira del Tribunal de la Inquisición salvándole la gran influencia de su familia, aunque estuvo confinado varios meses en un convento de Portugalete, aunque no se conocen los detalles de este proceso.
En sus «Fabulas morales», Samaniego, ridiculiza los defectos humanos imitando a los clásicos Esopo y Fedro y al francés La Fontaine.
Escribió una colección de poesías eróticas en tono de humor y procaz: «El jardín de Venus»
Murió en La Guardia (Álava), el 11 de Agosto de 1801.

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  • Reply Bitacoras.com octubre 12, 2009 at 1:08 am

    Información Bitacoras.com…

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