«Me gustan todos los gatos, muchas personas, casi todos los desiertos y el mar, que es siempre el mismo…»
OB
«Manuel»
Olía a tabaco negro y a pensamientos tristes. Nunca escuchaba música y yo creo que nunca cometió la imprudencia de leerse un libro entero. En 1960 se cayó del andamio, estuvo un par de meses en coma y casi tres años de hospital en hospital. Mi abuela contaba que volvió de aquella guerra igual que de la otra: callado y taciturno, mucho más solo, con la calma sin adornos del que ahorra fuerzas para el tajo, con misterios nuevos bailando en las dos luces oscuras de sus ojos negros. Dos olivas mojadas que disparaban recto.
No tenía dinero, no tenía libros y no tenía palabras; liaba los cigarrillos con alguna ternura y los fumaba despacio mirando hacia la nada. Miraba muy adentro y bebía coñac por las mañanas.
Supongo que su vida no fue buena. La guerra, la tierra dura a la que pelearle cada fruto, estériles arcillas y rocalla y, luego, la huida hacia la urbe: la fábrica, el cemento, los andamios, la sucia periferia sitiada por descampados deprimentes; los rezos insomnes a San Jornal Sagrado, el más espiritual, el intangible.
Nunca contaba penas, no sabía. Miraba tan despacio, hablaba tan poquito. Nunca me metió su odio en el cuerpo, si le quedaba odio, ni me legó antorchas sucias que pudieron haberme convertido en un fantasma más de la diversa Santa Compaña que aún ameniza nuestras incógnitas. A lo mejor encontraremos las nuestras, luces y cruces antiguas pero propias que ir llevando adelante. No me dejó en herencia su derrota, tan sólo su recuerdo y, con eso, volvió verdad un poco de la libertad futura soñada en el pasado; tampoco quiso compartir su amargura, la inmensa, la que estaba cada día entre el gesto paciente de sus manos callosas. Qué pocas caricias ásperas dieron esas manos toscas.
Nunca tiraba el pan, se lo guardaba en uno de esos bolsillos ocultos que tienen los abuelos. Desmigajaba más tarde los mendrugos para dar de comer a las palomas grises que acuden a las aceras, lo hacía con prisa, con cierta vergüenza de que alguien lo viese, sin ninguna dulzura, con el mal genio o el silencio mortal en que refugiaba su orgullo o sus perplejidades, ignorándolo todo. No miraba a las palomas, seguía caminando, cargaba con su cruz.
Se murió de puro viejo sin hacer aspavientos, hace apenas un año. Y no quiero, jamás, por nada del mundo, manipular su recuerdo hasta enterrarlo en las mil frases gastadas que todos pueden imaginar, pues tienen corazón y seguramente saben cómo se vuelve el mundo cuando se va marchando la gente que conocemos y amamos de verdad. La gente que nos quiere.
Olga Bernad
De: «Algunos cisnes negros»
Ed. La Isla de Siltolá, 2013©
ISBN: 978-8415593-62-1
Olga Bernad, es licenciada en Filología Hispánica en la especialidad de literatura por la Universidad de Zaragoza.
Desde noviembre de 2010, colabora en la Revista Artes y Letras del periódico Heraldo de Aragón escribiendo reseñas sobre novedades editoriales, y desde septiembre de 2010 forma parte del consejo de edición de la revista de poesía, Isla de Siltolá.
También de Olga Bernad en este blog:
«Olga Bernad: Hic sunt dracones»: AQUÍ
«Olga Bernad: Noche de otoño, de Caricias perplejas: AQUÍ
Sus blog:
Blog de Olga Bernad, Caricias Perplejas»: AQUÍ
Blog de lectura Olga Bernad: Los otros»: AQUÍ
Bibliografía:
Novela: “El buen amor” – Ediciones Nuevos Rumbos, Colección Fuera de Serie, 2013.
ISBN: 978-84-93850-55-5
Poesía: “El mar del otro lado” – Ediciones de la Isla de Siltolá, Colección Inklings, 2012.
ISBN: 978-84-15422-39-6
Poesía: “Nostalgia armada” – Ediciones de la Isla de Siltolá, Colección Vela de Gavia, 2011.
ISBN: 978-84-15039-36-5
Novela: “Andábata” – Paréntesis Editorial, Colección Umbral, 2010
ISBN: 978-84-99190-73-0
Poesía: “Carcias perplejas – Fundación Ecoem, Colección de poesía Siltolá, 2009.
ISBN: 978-84-92411-73-3
Prosas: «Algunos cisnes negros» – La isla de Siltolá», 2013.
ISBN: 978-84-15593-62-1
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