«…Hay demasiada luz que hace daño a los ojos,
hay demasiada gente que hace daño al alma…»
SQ
«La reunión de los mendigos»
—Oh taciturno, el último en llegar,
tú que tienes el rostro como ciénaga,
tú, que al saludar nos ignoras:
piensa que hay quien es digno de tu mirada huraña.
Cosecha trágica de harapos, de escudillas,
cruzada por dos muletas, ocupaba el lugar de la cena.
El hombre se volvió: pasaban en el ocaso las alondras,
con calma, como las notas de una cantinela.
—¿Quién era? Uno que tenía el cuello torcido
hacia la izquierda pero que soportaba una cabeza lúcida
y que con el hombro huesudo casi hacia atrás,
respondió achacoso: —¿Y tú quién eres?
Parece, más bien, que esta noche no se cena.
Le respondió el otro, rugoso como encina:
—Calla simio deforme, jeringa de venenos,
cuando murió tu madre tu boca sucia
se abría a la risa más idiota y obscena.
—Sí de todo me río yo porque he sufrido,
sí, río. Mi madre se retorcía en el fango;
incluso una noche, en el sueño vacío,
impúdica me llamaba al placer.
Torva voz airada, compañera de aquella otra franciscana
que sabía de cantos suaves
para adormecer el sueño de la juventud
sobre mis pobres miembros atormentados,
también yo debía conocerte;
también yo debía saber
metálicamente
echarte en cara a los hombres polvorientos.
Mofador de los miserables, escucha, dime, sí yo fui vil
o me volví de jade con el dolor:
Aquella noche el frío no lograba apaciguarme
y en mi interior me devoraba el hambre
como si ansiase mi alma:
crepitaba en el cartucho la mecha apagada
y quizá también mi cabeza.
Algo cálido me buscaba en la oscuridad:
buscaba al más feo de los hombres,
el esquelético cianótico que los niños evitan,
aquel que fue escarnecido y, por risa de mujer,
arrojado incluso del lupanar.
Pasó rápida mi mano para buscar
el mechón de cabellos grasientos, asquerosos,
la huesuda nuca, y lo agarré.
Permanecí en silencio varias horas,
tenebroso, y con las manos rígidas:
a veces, pronunciaba tembloroso su vivo nombre,
me reía en sus narices, orgullo de sus turbios deseos.
Llegó el alba hasta mi espalda,
enferma, y se acurrucó a la espera.
Entonces tuve miedo: en el techo, un gancho,
me tendía su dedo como señal de reclamo.
Cogí una soga y la até a él,
probando con mi peso;
después, un nudo corredizo se deslizó aún…
Nadie sospechó; ni siquiera yo
me creí un asesino.
Calla otra vez, sí aviesamente piensas,
estúpido filósofo de perros;
quita de en medio, esta carroña y bebe mucho vino
que, esta noche, debes reír conmigo.
Salvatore Quasimodo
De: «Nocturnos del rey silencioso»
Traducción de Antonio Colinas
Recogido en «Poesía Completa»
Ed. Linteo Poesía – 1ª Edición 2004©
ISBN de la 2ª Edición: 978-84-9607-05-9
Salvatore Quasimodo nació en Modica, Sicilia, Italia, el 20 de agosto de 1901
Premio Nobel de Literatura en 1959.
Murió en Amalfi, 14 de junio de 1968.
También de Salvatore Quasimodo en este blog:
«Salvatore Quasimodo: Otoño»: AQUÍ
«Salvatore Quasimodo: El alto velero»: AQUÍ
«Salvatore Quasimodo: Canto de Apolo»: AQUÍ
«Salvatore Quasimodo: Lamento por el sur»: AQUÍ
«Salvatore Quasimodo: Ciudad muerta»: AQUÍ
«Salvatore Quasimodo: El muro, de La tierra incomparable»: AQUÍ
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