«La sociedad perdona a veces al criminal, pero no perdona nunca al soñador.»
OW
Mi recuerdo al escritor irlandés en el aniversario de su muerte.
«Balada de la cárcel de Reading»
A la memoria de C. T. W.
antiguo soldado de la Guardia Real de Caballería.
Muerto en el Presidio de Reading, Berkshire, 7 de julio de 1896
I
No vistió su chaqueta escarlata
porque el vino y la sangre ya son rojos,
y sangre y vino había en sus manos
cuando lo hallaron con la muerta,
la pobre que él amó
y a quien en su lecho asesinara.
Caminó entre los jueces
vistiendo el gris raído
con gorra en la cabeza
y paso alegre y leve.
Pero jamás vi a nadie que mirara el día
con igual ansiedad.
Jamás vi a nadie que mirara
con ojos tan ansiosos
la pequeña tienda azul
que los presos llaman cielo,
y a cada nube fugitiva
que cruzaba con velamen de plata.
Confinado en otros patios con otras almas
en pena me preguntaba
si había hecho algo grande
o algo insignificante,
cuando una voz me susurró al oído
«ese hombre va a la horca».
¡Cristo! Los muros de la prisión
de pronto parecían tambalearse
y sobre mi cabeza era el cielo
un casco de quemante acero.
Y aunque era yo un alma en pena,
mi pena sentir no podía.
Supe qué pensamiento perseguido
su paso apresuraba; supe por qué
miraba el día brillante
con ojos tan ansiosos.
Había matado aquello que él amaba
y tenía que morir.
* * *
Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama.
Que todos oigan esto:
unos lo hacen con mirada torva
otros con la palabra halagadora;
el cobarde lo hace con un beso,
con la espada el valiente.
Matan algunos el amor de joven
y otros cuando viejos;
estrangulan algunos con manos de lujuria,
otros con manos de oro:
el más amable usa el puñal
para que el frío llegue antes.
Aman algunos poco tiempo, largamente otros.
Hay quienes compran y también quienes venden.
El acto es cometido a veces en el llanto
y otras sin un suspiro.
Pues todos matan lo que aman;
pero no todos mueren.
No muere una muerte de vergüenza
un día de desgracia oscura;
ni nudo al cuello en la garganta lleva
ni paño sobre el rostro;
ni caen los pies primero por el piso
al espacio vacío.
* * *
No se sienta con hombres silenciosos
que lo vigilan noche y día,
que lo vigilan cuando busca el llanto
y también cuando busca la plegaria.
Que lo vigilan; no sea que él mismo robe
de la prisión la presa.
No se despierta al alba para ver
formas temibles en tropel por la celda:
el aterido Capellán en su túnica blanca,
el Alguacil adusto en su tristeza,
el Director en esplendente traje negro
y el amarillo rostro del Desastre.
No se apresura en prisa lamentable
a vestir el ropaje del convicto,
y un Doctor mordaz se regodea
notando el tic nervioso de cada pose nueva;
y en la mano un reloj cuyos tictacs
son como horribles golpes de martillo.
No conoce la sed brutal que lija la garganta
antes de que el verdugo
se deslice con guantes de jardín
por la puerta acolchada,
y lo ate con tres correas para apagar por siempre
la sed de la garganta.
No baja la cabeza para oír
la lectura del oficio mortuorio,
mientras el temor de su alma
le dice que no está muerto;
ni se cruza con su propio ataúd
al acercarse al cobertizo horrible.
Ni mira fijamente el aire
por un techo de vidrio;
ni reza con labios de arcilla
porque termine su agonía;
ni siente en su mejilla vacilante
el beso de Caifás.
II
Seis semanas nuestro soldado dio vueltas
por el patio, vistiendo el gris raído,
con gorra en la cabeza
y paso alegre y leve.
Pero jamás vi a nadie que mirara
el día con igual ansiedad.
Jamás vi a nadie que mirara
con ojos tan ansiosos
la azul tienda pequeña
que llaman los presos cielo
y a cada nube arrastrando
sus enredados vellones.
No retorció las manos como lo hacen
los necios que se atreven a alentar
a la Esperanza retadora
en la misma cueva oscura de la Desesperación:
Miró hacia el sol solamente
y bebió el aire matinal.
No retorció las manos ni lloró
ni miró furtivamente o languideció;
sino bebió el aire como si allí encontrara
saludable calmante;
la boca abierta bebió el sol
como si fuera vino!
Y yo y todas esas almas en pena
que caminaban en el otro patio
olvidamos si nosotros mismos
habíamos hecho algo grande o algo insignificante,
y contemplamos con asombro torpe
al hombre al que iban a colgar.
Pues era extraño verlo así pasar
con paso tan alegre y leve,
y extraño era verlo contemplar
con tal ansiedad el día.
Y pensar era también extraño
en esa deuda que pagar tenía.
* * *
El olmo, el roble tienen bellas hojas
que brotan en la primavera:
pero era horrible ver el árbol del cadalso
con la raíz mordida por las víboras,
y, verde o seco, debe morir un hombre
antes de dar su fruto.
El lugar más exaltado es ese trono de gracia
al que aspira todo el mundo.
¿Pero quién se erguiría en correa de cáñamo
en el alto patíbulo y echaría
a través de collar asesino
su última mirada al cielo?
Dulce es bailar al ritmo de violines
cuando la vida y el amor son justos;
y extraño y delicado
al ritmo de laúdes y de flautas;
mas no hay dulzura cuando un ágil pie
baila en e aire.
Así, con curiosos ojos y aprehensión oscura
lo observamos día a día,
preguntándonos, si cada uno de nosotros
terminaría de manera igual,
pues nadie puede decir en qué Infierno rojo
su alma ciega extraviarse podría.
Por fin, el hombre muerto
cesó de caminar entre los Jueces,
y supe que estaba de pie
en el negro redil del acusado
y su rostro jamás vería otra vez
en bienestar o desastre.
Cual barcos condenados que en la tormenta se cruzan
nuestras rutas se habían encontrado:
no hicimos gesto alguno, no dijimos palabra,
y no había palabra que decir;
pues no nos encontramos en la noche sagrada
sino en día de vergüenza.
Un muro de prisión nos envolvía
y éramos dos parias;
nos arrojara el mundo de su corazón
y Dios de su cuidado:
la trampa de hierro nos había atrapado,
aquella que el Pecado siempre espera.
III
En el Patio de los Deudores
son duras las piedras, húmedo el alto muro,
y cuando tomaba el aire
bajo el cielo plomizo
a cada lado un guardia caminaba
para que el hombre no muriera.
A veces se sentaba con esos que guardaban
su angustia día y noche;
con quienes lo guardaban al llorar
y al arrodillarse para el rezo.
Con quienes lo guardaban, no sea que robara
la presa del patíbulo.
El Director era inflexible en aplicar
las disposiciones de la Ley;
el Doctor afirmó que la muerte
era un acto científico;
y dos veces al día lo visitaba el Capellán
y dejaba su pequeño folleto.
Y dos veces al día fumaba su pipa
y bebía su cuarto de cerveza;
su alma en actitud resuelta
no dejaba escondrijo para el miedo.
A menudo decía estar contento
de que el día del verdugo se acercara.
Pero por qué decía cosa tan extraña
ningún guardián osaba preguntar;
pues quien asume
la misión de guardián
debe sellar sus labios y transformar
en máscara su rostro.
De lo contrario, podría conmoverse,
podría tratar de dar consuelo:
¿Y qué podría lograr la Piedad Humana
acorralada en un Hoyo de Asesinos?
¿Qué palabra de gracia en tal lugar
podría ayudar el alma de un hermano?
* * *
Cabizbajos por el ruedo
hicimos el Desfile de los Locos.
Nada nos importaba: sabíamos bien
que éramos la Brigada del Diablo,
y con cabeza rapada y pies de plomo
nos prestamos a la alegre mascarada.
Desgarramos la cuerda alquitranada
con uñas romas, sangrantes;
frotamos las puertas, fregamos los pisos
y pulimos los barrotes brillantes;
y madero tras madero el tablón jabonamos
entre el estruendo de los cubos.
Cosimos los sacos, rompimos las piedras
y trabajó el taladro polvoriento:
golpeamos las latas y gritamos los himnos,
y sudamos en el molino,
mas en el corazón de cada hombre
quieto yacía el terror.
Y se hallaba tan quieto que cada día
se arrastraba cual ola sofocada por algas;
y olvidamos nuestro destino amargo
que espera por igual a pillo o necio,
hasta que una vez, volviendo del trabajo con andar pesado
pasamos junto a una tumba abierta.
Con bostezo feroz el amarillo pozo
a bocanadas parecía pedir algo viviente
y aun el barro mismo clamaba por la sangre
al ruedo de sediento asfalto.
Sabíamos que antes que cierto alba aclarara
un preso habría de ser colgado.
Y entramos con el alma absorta
en Muerte y Sueño y Hado.
El verdugo con su valijita
arrastraba los pies en la penumbra;
yo temblaba, a tientas en camino
hacia mi tumba numerada.
* * *
Esa noche los vacíos corredores
se llenaban de formas del Temor,
y por toda la ciudad de hierro
había pasos furtivos que no oíamos
y a través de las barras que esconden las estrellas
parecían asomarse caras blancas.
Yacía como quien soñase
en prados placenteros.
Los guardias en custodia de su sueño
no podían comprender
que alguien durmiera ese sueño dulce
tan cerca de un verdugo.
Pero no hay sueño cuando debe haber llanto
en quien nunca ha llorado.
Y nosotros -el necio, el pillo, el impostor-,
quedamos en vigilia interminable,
y en cada seso en manos del dolor
el terror de otro hombre se insinuaba.
¡Ay, es algo tan terrible
sentir la culpa de otro!
La Espada del Pecado penetraba
hasta su empuñadura envenenada
y nuestras lágrimas eran de plomo derretido
pues la sangre no habíamos nosotros derramado.
Los guardias con calzado de felpa se acercaban
a cada puerta cerrada con candado
y atisbaban con ojos consternados
grises figuras en el suelo,
preguntándose por qué se arrodillaban a rezar
quienes jamás antes rezaran.
¡Rezamos toda la noche arrodillados,
insensatos dolientes de un cadáver!
Las agitadas plumas de medianoche
agitaron las plumas funerarias.
Y como el vino amargo de la esponja
era el sabor del arrepentimiento.
* * *
El gallo gris cantó, cantó el gallo rojo
mas el día no llegó:
formas torcidas del Terror se agazaparon
por los rincones donde yacíamos
y cada espíritu maligno que vaga por la noche
se nos aparecía.
Pasaban deslizándose, ligeros
cual viajeros en velo neblinoso;
se mofaban de la luna bailando
un rigodón de vueltas y pasos delicados,
y con ritmo formal y gracia repugnante
los fantasmas acudían a su cita.
Con mueca consternada los miramos pasar,
esbeltas sombras tomadas de la mano;
giraron y giraron en grupos fantasmales
y bailaron allí la lenta zarabanda:
¡Condenados grotescos hicieron arabescos
como el viento en la arena!
Y con piruetas como de marionetas
sus pasos afilados tropezaron;
llenaron los oídos con las flautas del Miedo
en esa horrible mascarada,
y a toda voz cantaron mucho tiempo
pues cantaban para despertar los muertos.
«¡Oh!», cantaban, «¡ancho es el mundo
pero cojean las extremidades aherrojadas!
Y tirar los dados una vez o dos veces,
es juego caballeresco
pero no gana jamás quien con el Pecado juega
en la secreta Casa de la Vergüenza.»
No eran cosas de aire esas bufonadas
que con tal júbilo retozaban
para hombres con vidas en grilletes,
cuyos pies jamás serían libres.
¡Ah! ¡Por las heridas de Cristo! Eran algo viviente
y algo horrible de ver
Girando y girando devanaron el vals,
dieron vueltas algunos en parejas sonrientes;
con el paso afectado de un viajante,
algunos se acercaron con sigilo al peldaño
y con burla sutil y mirar de malicioso servilismo
todos ayudaron a decir nuestras preces.
Comenzó su lamento el viento matinal
pero la noche continuó;
en su enorme telar la red de la tristeza
se extendió hasta que cada hebra fue hilada:
y al rezar, nuestro miedo creció
ante la justicia del sol.
Vagó con su lamento el viento
por los muros llorosos de la cárcel.
Hasta que como rueda de acero giratorio
sentimos los minutos que avanzaban a rastras:
¡oh, viento clamoroso! ¿Qué habíamos hecho
para merecer tal alguacil?
Al fin pude ver los barrotes sombreados
cual enrejado que forjado en plomo
se moviese por el muro blanqueado
frente a mi camastro de tablas
y supe que en un lugar del mundo
era roja el alba horrible de Dios.
Limpiamos nuestras celdas a las seis,
todo era calmo a las siete,
pero el susurro y el vaivén del viento
colmaba la prisión:
con su aliento helado el señor de la Muerte
había entrado a matar.
Y no pasó en purpúreo esplendor
ni montó corcel de blanco lunar.
Tres yardas de cuerda y un tablón
es lo que la horca necesita:
y así con cuerda de vergüenza el Heraldo llegó
a perpetrar la acción secreta.
Éramos como hombres que a través de un pantano
de inmunda oscuridad a tientas van.
No osamos murmurar una plegaria
ni tampoco alentamos nuestra angustia,
algo muerto se encontraba en nosotros
y eso muerto era la Esperanza.
La justicia del hombre inexorable avanza
y no habrá de apartarse:
mata al débil, mata al fuerte
en mortífera zancada:
¡mata con taco de hierro
el monstruoso parricida!
Esperamos que sonaran las ocho.
Con la lengua hinchada por la sed
pues el octavo golpe era el Destino
que hace a un hombre maldito.
Y usará el Destino un nudo corredizo
para el hombre mejor y para el peor.
Nada teníamos que hacer,
sólo esperar que la señal llegara.
Así como piedras en valle solitario
mudos e inmóviles quedamos;
pero cada corazón latía agitado e intenso,
cual tambor de un demente.
En súbita conmoción el reloj de la prisión
golpeó el aire estremecido
y de toda la cárcel una queja se elevó
de impotente desespero.
Como el gemido que oyen pantanos asustados
de algún leproso en su cueva.
Y como quien ve algo horrible
en el cristal de un sueño,
vimos la soga de cáñamo grasiento
que montaba la viga ennegrecida
y escuchamos el rezo que el nudo del verdugo estrangulara
hasta que fuera un grito.
Y toda la aflicción lo conmoviera tanto
que soltó un grito amargo;
y los locos pesares, los sudores sangrientos
nadie los conocía como yo:
quien vive más de una vida
muere más de una muerte.
IV
No hay capilla esos días
cuando cuelgan a un hombre:
el corazón del Capellán está demasiado enfermo
o su rostro demasiado macilento,
o hay algo escrito en sus ojos
que nadie debería ver.
Así, nos tuvieron encerrados hasta casi el mediodía
y sonaron entonces. las campanas.
Los guardias con llaves tintineantes
abrieron cada celda atenta,
con estrépito bajamos la escalera de hierro
dejando cada uno su separado Infierno.
Salimos al dulce aire de Dios
mas no del modo acostumbrado,
pues este rostro estaba blanco de miedo
y aquél estaba gris;
jamás hombres tristes vi mirar el día .
con ansiedad igual.
Jamás hombres tristes vi
que miraran con ojos tan ansiosos
la azul tienda pequeña
que los presos llamamos cielo
y cada nube indiferente que pasaba
en libertad tan feliz.
Pero algunos de nosotros
que íbamos cabizbajos bien sabíamos
que habríamos elegido la muerte
si hubiéramos podido.
Mató él algo viviente,
ellos mataron lo que estaba muerto.
Pues quien peca una segunda vez
despierta un alma muerta al dolor,
sácala de su mortaja manchada
y hace que sangre otra vez,
la hace sangrar a borbotones
¡y hace que sangre en vano!
* * *
Como mono o payaso en atuendo monstruoso
y con flechas torcidas adornados
dimos vuelta tras vuelta silenciosos
por el asfalto resbaladizo del patio.
Silenciosos marchamos vuelta tras vuelta
y nadie pronunció palabra.
Marchamos silenciosos
y en cada mente vacía
el recuerdo de algo horrible
pasó como un vendaval
y el Horror acechaba a cada hombre
y detrás el Terror se arrastraba sigiloso.
***
Los guardias se pavoneaban en idas y venidas
cuidando sus rebaños de brutos;
llevaban uniformes impecables
o vestían los trajes de Domingo;
sabíamos dónde habían estado:
la cal viva manchaba sus zapatos.
Pues donde ancha sepultura antes se abriera
no quedaba más tumba.
Sólo un tramo de arena y barro
junto al horrible muro
y un cúmulo de cal ardiente
como su paño mortuorio.
Pues tiene una mortaja ese desafortunado
como muy pocos pueden reclamar:
en lo profundo, bajo el patio de una prisión,
desnudo, para mayor vergüenza,
yace con los pies aherrojados
envuelto en una sábana de llamas.
Y todo el tiempo la cal ardiente
devora carne y hueso,
devora frágiles huesos en la noche
y carne blanda de día;
alterna carne con hueso;
pero siempre devora el corazón.
* * * * *
Tres largos años estarán sin sembrar,
sin plantar o cultivar allí;
y por tres largos años el lugar infeliz
será estéril, baldío,
y mirará el cielo perplejo,
con mirar sin reproche.
Piensan que el corazón de un asesino infectaría
cada semilla inocente que plantaran.
¡No es verdad! La tierra bondadosa de Dios
es más generosa que lo que los hombres imaginan;
la rosa roja florecería más roja
y más blanca la blanca.
¡De su boca saldría una rosa muy roja
y de su corazón una muy blanca!
Pues, ¿quién puede decir de qué extraña manera
Cristo saca a la luz Su voluntad
desde que el cayado estéril que portó el peregrino
floreciera a la vista del gran Papa?
Pero ni a la nívea rosa blanca ni a la roja
es permitido florecer en el aire de la prisión;
pedazos de loza, guijarros, pedernal
es lo que aquí nos dan:
pues sabido es que las flores pueden restañar
del desaliento al común de las gentes.
Por eso, jamás la rosa roja ni la blanca
caerá pétalo a pétalo
en ese barro, esa arena
junto al horrible muro de la cárcel,
para decir a quienes dan pesadamente vuelta por el patio
que el Hijo de Dios murió por todos.
* * * * *
Y, sin embargo, aunque el horrible muro
lo cerca por cada lado
y un espíritu no puede caminar de noche
cuando se halla aherrojado,
y puede sólo llorar cuando yace
en tierra no consagrada,
está en paz -este hombre desgraciado-,
en paz, o pronto lo estará:
nada hay que ya pueda enloquecerle,
ni camina el Terror a mediodía
porque la tierra oscura en que yace
no tiene ni Sol ni Luna.
Como a bestia lo colgaron;
ni hubo siquiera un réquiem
que tal vez trajera paz
a su alma sobrecogida.
Apresuradamente lo sacaron
y lo escondieron en un hoyo.
Los guardias lo desnudaron,
lo entregaron a las moscas:
se mofaron de la garganta grana e inflamada,
y de los ojos que miraban rígidos.
Entre risotadas le echaron el sudario
en el que yace el convicto.
El Capellán no se arrodilló a rezar
junto a su tumba deshonrada:
ni la marcó con esa Cruz bendita
que Cristo dio a los pecadores,
pero era el hombre de aquéllos
por quienes Cristo descendiera.
Pero todo está bien; solamente ha llegado
hasta el límite que la vida ha fijado
y lágrimas extrañas llenarán para él
esa urna de piedad tanto tiempo destrozada.
Quienes por él están desconsolados serán parias
y los parias jamás hallan consuelo.
V
No sé si son Leyes justas
o Leyes equivocadas;
sabemos quienes estamos en la cárcel
que el muro es muy poderoso,
y que cada jornada es como un año
de interminables días.
Pero hay algo que sé; sé que toda Ley
que los hombres han concebido para el Hombre,
desde que el primero quitara la vida al hermano
y así el triste mundo comenzara,
desecha el trigo y la paja retiene
con los aventadores más perversos.
Y esto también sé -y sabio sería
que todos lo supiéramos-
que cada prisión que los hombres erigen
está construida con ladrillos de vergüenza
y cercada con rejas no sea que Cristo pueda ver
cómo los hombre mutilan a sus hermanos.
Con barrotes ocultan la luna clemente
y ciegan el sol bienhechor:
y bien hacen escondiendo tal Infierno
pues allí se cometen tales actos
que ni Hijo de Dios ni hijo de hombre
jamás debería contemplar.
* * * * *
Los actos más viles, cual hierbas venenosas
crecen lozanos en el aire de la prisión.
Sólo aquello que en el hombre es bueno
allí se arruina y se marchita:
la pálida angustia guarda el pesado portal
y el guardián es la desesperación.
Hambrean al niño aterrado
hasta que llora noche y día;
azotan al débil y flagelan al necio;
se mofan del viejo ceniciento
y algunos enloquecen, y todos se malogran
y nadie puede pronunciar palabra.
Cada celda angosta que habitamos
es una oscura letrina maloliente
y cada apertura que cierran las barras
es fétido aliento de Muerte viviente;
y todo, menos la lascivia, se reduce a polvo
en la máquina Humana.
El agua salobre que bebemos
lleva una baba nauseabunda
el pan amargo que en las balanzas pesan
está lleno de cal
y el sueño no se acuesta jamás, camina
con ojos desorbitados y llora al Tiempo.
* * * * *
Pero aunque el Hambre magro y la verde Sed
luchan como víbora con áspid,
poco nos interesa la pitanza carcelaria;
porque aquello que enfría y mata por completo
es que cada piedra levantada de día
se torna en corazón de noche.
Con la medianoche siempre en el corazón
y el crepúsculo en la celda
damos vuelta el manubrio o desgarramos la cuerda
cada uno en su Infierno separado.
Y es más terrible el silencio
que el estrépito de cínica campana.
Jamás se acerca voz humana
para decir una palabra amable:
y el ojo que por la puerta espía
es duro, sin misericordia.
De todos olvidados nos pudrirnos
con cuerpo y alma mancillados.
De tal modo herrumbramos la cadena de la Vida,
solitaria, degradada,
Y algunos hombres maldicen y otros lloran;
los hay que no profieren lamento.
Pero la eterna Ley de Dios es bondadosa
y rompe también el corazón de piedra.
* * * * *
Y todo corazón que se destruye
en la celda o en el patio de la prisión
es igual que esa caja destruida
que rindió sus tesoros al Señor
y que llenó la casa impura del leproso
con la fragancia del nardo más preciado.
¡Oh! Felices son los corazones que se rompen
y ganan la paz que da el perdón.
¿De qué otro modo puede el hombre ordenar su vida
y purificar su alma del Pecado?
¿Cómo si no por destrozado corazón
puede Cristo Señor hallar su ingreso?
* * * * *
Y aquél de la inflamada y púrpura garganta,
el de los ojos desorbitadas
aguarda las manos sagradas
que llevaron Ladrón al Paraíso.
Y un destrozado corazón contrito
el Señor no habrá de despreciar.
El hombre que vestido de rojo lee la Ley
otorgóle tres semanas de vida,
tres semanas cortas solamente para restañar
su alma de todas sus contiendas
y limpiar de cada mancha de sangre
la mano que sostuvo el puñal.
Y con lágrimas de sangre limpió la mano
que sostuvo el acero,
pues tan sólo la sangre sangre limpia
y tan sólo las lágrimas restañan;
y aquella roja sangre que fuera de Caín
tornóse en níveo sello de Jesús.
VI
En la Cárcel de Reading, junto a la ciudad de Reading
se encuentra un pozo de vergüenza
en el que yace un desgraciado
por dientes de fuego devorado.
Yace en mortaja llameante
y está su tumba sin nombre.
Y allí, hasta que Cristo llame a los muertos,
que en silencio descanse.
No es necesario gastar lágrimas necias
o entregarse a suspiros profundos:
el hombre había matado lo que amaba
y tenía que morir.
Y todos matan lo que aman,
que todos oigan esto;
algunos lo hacen con mirada torva
otros con la palabra halagadora,
el cobarde lo hace con un beso,
¡con la espada el valiente!
Oscar Wilde.
Traducción de: E. Caracciolo Trejo
Poema original en inglés:
«The Ballad of Reading Gaol»
I
He did not wear his scarlet coat,
For blood and wine are red,
And blood and wine were on his hands
When they found him with the dead,
The poor dead woman whom he loved,
And murdered in her bed.
He walked amongst the Trial Men
In a suit of shabby grey;
A cricket cap was on his head,
And his step seemed light and gay;
But I never saw a man who looked
So wistfully at the day.
I never saw a man who looked
With such a wistful eye
Upon that little tent of blue
Which prisoners call the sky,
And at every drifting cloud that went
With sails of silver by.
I walked, with other souls in pain,
Within another ring,
And was wondering if the man had done
A great or little thing,
When a voice behind me whispered low,
“That fellows got to swing.”
Dear Christ! the very prison walls
Suddenly seemed to reel,
And the sky above my head became
Like a casque of scorching steel;
And, though I was a soul in pain,
My pain I could not feel.
I only knew what hunted thought
Quickened his step, and why
He looked upon the garish day
With such a wistful eye;
The man had killed the thing he loved
And so he had to die.
Yet each man kills the thing he loves
By each let this be heard,
Some do it with a bitter look,
Some with a flattering word,
The coward does it with a kiss,
The brave man with a sword!
Some kill their love when they are young,
And some when they are old;
Some strangle with the hands of Lust,
Some with the hands of Gold:
The kindest use a knife, because
The dead so soon grow cold.
Some love too little, some too long,
Some sell, and others buy;
Some do the deed with many tears,
And some without a sigh:
For each man kills the thing he loves,
Yet each man does not die.
He does not die a death of shame
On a day of dark disgrace,
Nor have a noose about his neck,
Nor a cloth upon his face,
Nor drop feet foremost through the floor
Into an empty place
He does not sit with silent men
Who watch him night and day;
Who watch him when he tries to weep,
And when he tries to pray;
Who watch him lest himself should rob
The prison of its prey.
He does not wake at dawn to see
Dread figures throng his room,
The shivering Chaplain robed in white,
The Sheriff stern with gloom,
And the Governor all in shiny black,
With the yellow face of Doom.
He does not rise in piteous haste
To put on convict-clothes,
While some coarse-mouthed Doctor gloats, and notes
Each new and nerve-twitched pose,
Fingering a watch whose little ticks
Are like horrible hammer-blows.
He does not know that sickening thirst
That sands one’s throat, before
The hangman with his gardener’s gloves
Slips through the padded door,
And binds one with three leathern thongs,
That the throat may thirst no more.
He does not bend his head to hear
The Burial Office read,
Nor, while the terror of his soul
Tells him he is not dead,
Cross his own coffin, as he moves
Into the hideous shed.
He does not stare upon the air
Through a little roof of glass;
He does not pray with lips of clay
For his agony to pass;
Nor feel upon his shuddering cheek
The kiss of Caiaphas.
II
Six weeks our guardsman walked the yard,
In a suit of shabby grey:
His cricket cap was on his head,
And his step seemed light and gay,
But I never saw a man who looked
So wistfully at the day.
I never saw a man who looked
With such a wistful eye
Upon that little tent of blue
Which prisoners call the sky,
And at every wandering cloud that trailed
Its raveled fleeces by.
He did not wring his hands, as do
Those witless men who dare
To try to rear the changeling Hope
In the cave of black Despair:
He only looked upon the sun,
And drank the morning air.
He did not wring his hands nor weep,
Nor did he peek or pine,
But he drank the air as though it held
Some healthful anodyne;
With open mouth he drank the sun
As though it had been wine!
And I and all the souls in pain,
Who tramped the other ring,
Forgot if we ourselves had done
A great or little thing,
And watched with gaze of dull amaze
The man who had to swing.
And strange it was to see him pass
With a step so light and gay,
And strange it was to see him look
So wistfully at the day,
And strange it was to think that he
Had such a debt to pay.
For oak and elm have pleasant leaves
That in the spring-time shoot:
But grim to see is the gallows-tree,
With its adder-bitten root,
And, green or dry, a man must die
Before it bears its fruit!
The loftiest place is that seat of grace
For which all worldlings try:
But who would stand in hempen band
Upon a scaffold high,
And through a murderer’s collar take
His last look at the sky?
It is sweet to dance to violins
When Love and Life are fair:
To dance to flutes, to dance to lutes
Is delicate and rare:
But it is not sweet with nimble feet
To dance upon the air!
So with curious eyes and sick surmise
We watched him day by day,
And wondered if each one of us
Would end the self-same way,
For none can tell to what red Hell
His sightless soul may stray.
At last the dead man walked no more
Amongst the Trial Men,
And I knew that he was standing up
In the black dock’s dreadful pen,
And that never would I see his face
In God’s sweet world again.
Like two doomed ships that pass in storm
We had crossed each other’s way:
But we made no sign, we said no word,
We had no word to say;
For we did not meet in the holy night,
But in the shameful day.
A prison wall was round us both,
Two outcast men were we:
The world had thrust us from its heart,
And God from out His care:
And the iron gin that waits for Sin
Had caught us in its snare.
III
In Debtors’ Yard the stones are hard,
And the dripping wall is high,
So it was there he took the air
Beneath the leaden sky,
And by each side a Warder walked,
For fear the man might die.
Or else he sat with those who watched
His anguish night and day;
Who watched him when he rose to weep,
And when he crouched to pray;
Who watched him lest himself should rob
Their scaffold of its prey.
The Governor was strong upon
The Regulations Act:
The Doctor said that Death was but
A scientific fact:
And twice a day the Chaplain called
And left a little tract.
And twice a day he smoked his pipe,
And drank his quart of beer:
His soul was resolute, and held
No hiding-place for fear;
He often said that he was glad
The hangman’s hands were near.
But why he said so strange a thing
No Warder dared to ask:
For he to whom a watcher’s doom
Is given as his task,
Must set a lock upon his lips,
And make his face a mask.
Or else he might be moved, and try
To comfort or console:
And what should Human Pity do
Pent up in Murderers’ Hole?
What word of grace in such a place
Could help a brother’s soul?
With slouch and swing around the ring
We trod the Fool’s Parade!
We did not care: we knew we were
The Devil’s Own Brigade:
And shaven head and feet of lead
Make a merry masquerade.
We tore the tarry rope to shreds
With blunt and bleeding nails;
We rubbed the doors, and scrubbed the floors,
And cleaned the shining rails:
And, rank by rank, we soaped the plank,
And clattered with the pails.
We sewed the sacks, we broke the stones,
We turned the dusty drill:
We banged the tins, and bawled the hymns,
And sweated on the mill:
But in the heart of every man
Terror was lying still.
So still it lay that every day
Crawled like a weed-clogged wave:
And we forgot the bitter lot
That waits for fool and knave,
Till once, as we tramped in from work,
We passed an open grave.
With yawning mouth the yellow hole
Gaped for a living thing;
The very mud cried out for blood
To the thirsty asphalte ring:
And we knew that ere one dawn grew fair
Some prisoner had to swing.
Right in we went, with soul intent
On Death and Dread and Doom:
The hangman, with his little bag,
Went shuffling through the gloom
And each man trembled as he crept
Into his numbered tomb.
That night the empty corridors
Were full of forms of Fear,
And up and down the iron town
Stole feet we could not hear,
And through the bars that hide the stars
White faces seemed to peer.
He lay as one who lies and dreams
In a pleasant meadow-land,
The watcher watched him as he slept,
And could not understand
How one could sleep so sweet a sleep
With a hangman close at hand?
But there is no sleep when men must weep
Who never yet have wept:
So we—the fool, the fraud, the knave—
That endless vigil kept,
And through each brain on hands of pain
Another’s terror crept.
Alas! it is a fearful thing
To feel another’s guilt!
For, right within, the sword of Sin
Pierced to its poisoned hilt,
And as molten lead were the tears we shed
For the blood we had not spilt.
The Warders with their shoes of felt
Crept by each padlocked door,
And peeped and saw, with eyes of awe,
Grey figures on the floor,
And wondered why men knelt to pray
Who never prayed before.
All through the night we knelt and prayed,
Mad mourners of a corpse!
The troubled plumes of midnight were
The plumes upon a hearse:
And bitter wine upon a sponge
Was the savior of Remorse.
The cock crew, the red cock crew,
But never came the day:
And crooked shape of Terror crouched,
In the corners where we lay:
And each evil sprite that walks by night
Before us seemed to play.
They glided past, they glided fast,
Like travelers through a mist:
They mocked the moon in a rigadoon
Of delicate turn and twist,
And with formal pace and loathsome grace
The phantoms kept their tryst.
With mop and mow, we saw them go,
Slim shadows hand in hand:
About, about, in ghostly rout
They trod a saraband:
And the damned grotesques made arabesques,
Like the wind upon the sand!
With the pirouettes of marionettes,
They tripped on pointed tread:
But with flutes of Fear they filled the ear,
As their grisly masque they led,
And loud they sang, and loud they sang,
For they sang to wake the dead.
“Oho!” they cried, “The world is wide,
But fettered limbs go lame!
And once, or twice, to throw the dice
Is a gentlemanly game,
But he does not win who plays with Sin
In the secret House of Shame.”
No things of air these antics were
That frolicked with such glee:
To men whose lives were held in gyves,
And whose feet might not go free,
Ah! wounds of Christ! they were living things,
Most terrible to see.
Around, around, they waltzed and wound;
Some wheeled in smirking pairs:
With the mincing step of demirep
Some sidled up the stairs:
And with subtle sneer, and fawning leer,
Each helped us at our prayers.
The morning wind began to moan,
But still the night went on:
Through its giant loom the web of gloom
Crept till each thread was spun:
And, as we prayed, we grew afraid
Of the Justice of the Sun.
The moaning wind went wandering round
The weeping prison-wall:
Till like a wheel of turning-steel
We felt the minutes crawl:
O moaning wind! what had we done
To have such a seneschal?
At last I saw the shadowed bars
Like a lattice wrought in lead,
Move right across the whitewashed wall
That faced my three-plank bed,
And I knew that somewhere in the world
God’s dreadful dawn was red.
At six o’clock we cleaned our cells,
At seven all was still,
But the sough and swing of a mighty wing
The prison seemed to fill,
For the Lord of Death with icy breath
Had entered in to kill.
He did not pass in purple pomp,
Nor ride a moon-white steed.
Three yards of cord and a sliding board
Are all the gallows’ need:
So with rope of shame the Herald came
To do the secret deed.
We were as men who through a fen
Of filthy darkness grope:
We did not dare to breathe a prayer,
Or give our anguish scope:
Something was dead in each of us,
And what was dead was Hope.
For Man’s grim Justice goes its way,
And will not swerve aside:
It slays the weak, it slays the strong,
It has a deadly stride:
With iron heel it slays the strong,
The monstrous parricide!
We waited for the stroke of eight:
Each tongue was thick with thirst:
For the stroke of eight is the stroke of Fate
That makes a man accursed,
And Fate will use a running noose
For the best man and the worst.
We had no other thing to do,
Save to wait for the sign to come:
So, like things of stone in a valley lone,
Quiet we sat and dumb:
But each man’s heart beat thick and quick
Like a madman on a drum!
With sudden shock the prison-clock
Smote on the shivering air,
And from all the gaol rose up a wail
Of impotent despair,
Like the sound that frightened marshes hear
From a leper in his lair.
And as one sees most fearful things
In the crystal of a dream,
We saw the greasy hempen rope
Hooked to the blackened beam,
And heard the prayer the hangman’s snare
Strangled into a scream.
And all the woe that moved him so
That he gave that bitter cry,
And the wild regrets, and the bloody sweats,
None knew so well as I:
For he who lives more lives than one
More deaths than one must die.
IV
There is no chapel on the day
On which they hang a man:
The Chaplain’s heart is far too sick,
Or his face is far too wan,
Or there is that written in his eyes
Which none should look upon.
So they kept us close till nigh on noon,
And then they rang the bell,
And the Warders with their jingling keys
Opened each listening cell,
And down the iron stair we tramped,
Each from his separate Hell.
Out into God’s sweet air we went,
But not in wonted way,
For this man’s face was white with fear,
And that man’s face was grey,
And I never saw sad men who looked
So wistfully at the day.
I never saw sad men who looked
With such a wistful eye
Upon that little tent of blue
We prisoners called the sky,
And at every careless cloud that passed
In happy freedom by.
But there were those amongst us all
Who walked with downcast head,
And knew that, had each got his due,
They should have died instead:
He had but killed a thing that lived
Whilst they had killed the dead.
For he who sins a second time
Wakes a dead soul to pain,
And draws it from its spotted shroud,
And makes it bleed again,
And makes it bleed great gouts of blood
And makes it bleed in vain!
Like ape or clown, in monstrous garb
With crooked arrows starred,
Silently we went round and round
The slippery asphalte yard;
Silently we went round and round,
And no man spoke a word.
Silently we went round and round,
And through each hollow mind
The memory of dreadful things
Rushed like a dreadful wind,
And Horror stalked before each man,
And terror crept behind.
The Warders strutted up and down,
And kept their herd of brutes,
Their uniforms were spick and span,
And they wore their Sunday suits,
But we knew the work they had been at
By the quicklime on their boots.
For where a grave had opened wide,
There was no grave at all:
Only a stretch of mud and sand
By the hideous prison-wall,
And a little heap of burning lime,
That the man should have his pall.
For he has a pall, this wretched man,
Such as few men can claim:
Deep down below a prison-yard,
Naked for greater shame,
He lies, with fetters on each foot,
Wrapt in a sheet of flame!
And all the while the burning lime
Eats flesh and bone away,
It eats the brittle bone by night,
And the soft flesh by the day,
It eats the flesh and bones by turns,
But it eats the heart alway.
For three long years they will not sow
Or root or seedling there:
For three long years the unblessed spot
Will sterile be and bare,
And look upon the wondering sky
With unreproachful stare.
They think a murderer’s heart would taint
Each simple seed they sow.
It is not true! God’s kindly earth
Is kindlier than men know,
And the red rose would but blow more red,
The white rose whiter blow.
Out of his mouth a red, red rose!
Out of his heart a white!
For who can say by what strange way,
Christ brings his will to light,
Since the barren staff the pilgrim bore
Bloomed in the great Pope’s sight?
But neither milk-white rose nor red
May bloom in prison air;
The shard, the pebble, and the flint,
Are what they give us there:
For flowers have been known to heal
A common man’s despair.
So never will wine-red rose or white,
Petal by petal, fall
On that stretch of mud and sand that lies
By the hideous prison-wall,
To tell the men who tramp the yard
That God’s Son died for all.
Yet though the hideous prison-wall
Still hems him round and round,
And a spirit man not walk by night
That is with fetters bound,
And a spirit may not weep that lies
In such unholy ground,
He is at peace—this wretched man—
At peace, or will be soon:
There is no thing to make him mad,
Nor does Terror walk at noon,
For the lampless Earth in which he lies
Has neither Sun nor Moon.
They hanged him as a beast is hanged:
They did not even toll
A reguiem that might have brought
Rest to his startled soul,
But hurriedly they took him out,
And hid him in a hole.
They stripped him of his canvas clothes,
And gave him to the flies;
They mocked the swollen purple throat
And the stark and staring eyes:
And with laughter loud they heaped the shroud
In which their convict lies.
The Chaplain would not kneel to pray
By his dishonored grave:
Nor mark it with that blessed Cross
That Christ for sinners gave,
Because the man was one of those
Whom Christ came down to save.
Yet all is well; he has but passed
To Life’s appointed bourne:
And alien tears will fill for him
Pity’s long-broken urn,
For his mourner will be outcast men,
And outcasts always mourn.
V
I know not whether Laws be right,
Or whether Laws be wrong;
All that we know who lie in gaol
Is that the wall is strong;
And that each day is like a year,
A year whose days are long.
But this I know, that every Law
That men have made for Man,
Since first Man took his brother’s life,
And the sad world began,
But straws the wheat and saves the chaff
With a most evil fan.
This too I know—and wise it were
If each could know the same—
That every prison that men build
Is built with bricks of shame,
And bound with bars lest Christ should see
How men their brothers maim.
With bars they blur the gracious moon,
And blind the goodly sun:
And they do well to hide their Hell,
For in it things are done
That Son of God nor son of Man
Ever should look upon!
The vilest deeds like poison weeds
Bloom well in prison-air:
It is only what is good in Man
That wastes and withers there:
Pale Anguish keeps the heavy gate,
And the Warder is Despair
For they starve the little frightened child
Till it weeps both night and day:
And they scourge the weak, and flog the fool,
And gibe the old and grey,
And some grow mad, and all grow bad,
And none a word may say.
Each narrow cell in which we dwell
Is foul and dark latrine,
And the fetid breath of living Death
Chokes up each grated screen,
And all, but Lust, is turned to dust
In Humanity’s machine.
The brackish water that we drink
Creeps with a loathsome slime,
And the bitter bread they weigh in scales
Is full of chalk and lime,
And Sleep will not lie down, but walks
Wild-eyed and cries to Time.
But though lean Hunger and green Thirst
Like asp with adder fight,
We have little care of prison fare,
For what chills and kills outright
Is that every stone one lifts by day
Becomes one’s heart by night.
With midnight always in one’s heart,
And twilight in one’s cell,
We turn the crank, or tear the rope,
Each in his separate Hell,
And the silence is more awful far
Than the sound of a brazen bell.
And never a human voice comes near
To speak a gentle word:
And the eye that watches through the door
Is pitiless and hard:
And by all forgot, we rot and rot,
With soul and body marred.
And thus we rust Life’s iron chain
Degraded and alone:
And some men curse, and some men weep,
And some men make no moan:
But God’s eternal Laws are kind
And break the heart of stone.
And every human heart that breaks,
In prison-cell or yard,
Is as that broken box that gave
Its treasure to the Lord,
And filled the unclean leper’s house
With the scent of costliest nard.
Ah! happy day they whose hearts can break
And peace of pardon win!
How else may man make straight his plan
And cleanse his soul from Sin?
How else but through a broken heart
May Lord Christ enter in?
And he of the swollen purple throat.
And the stark and staring eyes,
Waits for the holy hands that took
The Thief to Paradise;
And a broken and a contrite heart
The Lord will not despise.
The man in red who reads the Law
Gave him three weeks of life,
Three little weeks in which to heal
His soul of his soul’s strife,
And cleanse from every blot of blood
The hand that held the knife.
And with tears of blood he cleansed the hand,
The hand that held the steel:
For only blood can wipe out blood,
And only tears can heal:
And the crimson stain that was of Cain
Became Christ’s snow-white seal.
VI
In Reading gaol by Reading town
There is a pit of shame,
And in it lies a wretched man
Eaten by teeth of flame,
In burning winding-sheet he lies,
And his grave has got no name.
And there, till Christ call forth the dead,
In silence let him lie:
No need to waste the foolish tear,
Or heave the windy sigh:
The man had killed the thing he loved,
And so he had to die.
And all men kill the thing they love,
By all let this be heard,
Some do it with a bitter look,
Some with a flattering word,
The coward does it with a kiss,
The brave man with a sword!
Oscar Wilde
Oscar Fingal O’Flahertie nació el 16 de octubre de 1854, en Dublín, Irlanda.
Está considerado como uno de los dramaturgos más importantes del Londres victoriano tardío, siendo además, una celebridad de la época debido a su gran ingenio, sin embargo su reputación se vio arruinada tras ser condenado a dos años de trabajos forzados tras un juicio en el que se le acusó de indecencia grave, por una comisión inquisitoria de actos homosexuales.
Hasta los nueve años su educación fue en casa, ingresando en 1864 en la Portora Royal School de Enniskillen, en el condado de Fermanagh, Irlanda,estudiando en ella hasta 1871.
En 1884, contrajo matrimonio con Constance Lloyd, hija de un rico abogado de Dublín, con la que tuvo dos hijos: Ciryl y Vivian, viviendo desde entonces en su famosa casa de Tite Street, en el elegante barrio de Chelsea.
En 1895, en la cima de su carrera, se convirtió en la figura central del más sonado proceso judicial del siglo, que consiguió escandalizar a la clase media de la Inglaterra victoriana, Wilde, que había mantenido una íntima amistad con Lord Alfred Douglas (conocido como Bosie). Al enterarse el padre de éste, el marqués de Queensberry, le dejó una nota a Wilde en el club que frecuentaba: «Para Oscar Wilde, ostentoso somdomita». El escritor, animado por Bosie, denunció al marqués por calumnias, esgrimiendo la amoralidad del arte como defensa. Sin embargo, Óscar Wilde terminó siendo denunciado y condenado a dos años de trabajos forzados en el juicio celebrado en mayo de 1895, salió de la prisión arruinado material y espiritualmente.
Su peripecia en prisión fue descrita en dos obras: «De Profundis», escrita a principios de 1897, una extensa carta llena de resentimiento dirigida a Lord Alfred Douglas al final de su estancia en prisión, y «The Ballad of Reading Gaol», poema donde el ahorcamiento de un compañero sirve como excusa para describir íntimos sentimientos sobre el mundo carcelario.
Desengañado de la sociedad inglesa, en mayo de 1897, abandonó definitivamente el país. Pasó el resto de su vida en París, y se trasladó ese mismo día a un pueblecito costero al norte de Francia, viviendo bajo el nombre falso de Sebastian Melmoth.
Allí, y de la mano de un sacerdote irlandés de la Iglesia de San José se convirtió al catolicismo, fe en la que murió.
Murió en París, el 30 de noviembre de 1900.
El Hotel d’Alsace, en el que murió en el 13, en la rue de Beaux Arts en París, ha sido reemplazado por L’Hotel, en el que es posible alojarse en la habitación de Wilde, la número 16.
En 1908, se publicó la primera edición de sus obras completas.
También de Oscar Wilde en este blog:
«Oscar Wilde: La tumba de Keats»: AQUÍ
«Oscar Wilde: El ruiseñor y la rosa»: AQUÍ
«Oscar Wilde: Requiescat»: AQUÍ
«Oscar Wilde: Sus mejores frases»: AQUÍ
«Oscar Wilde: Casa de la ramera»: AQUÍ
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