Relatos Breves

En el límite del mal: Relato

septiembre 16, 2008

Casona.jpg

«En el límite del mal». Relato

El carruaje se detuvo frente a la villa de los Salvatierra. El cochero abrió la puerta y ofreció su mano a la joven pasajera.

Constanza le sonrió, gesto que fue tomado como una muestra de cortesía, cuando en realidad era la reacción que le habían provocado las palabras de aquel hombre al nombrarle el lugar de su destino: «¡Alabado sea el Señor! Señorita, ya sabe que esas tierras están en el límite del mal…».

Constanza Salvatierra conocía poco acerca de aquel lugar, sólo lo que su difunto padre, Pelayo, solía contarle en las tardes de verano a la hora de la siesta, mientras los dos descansaban tumbados bajo un viejo sauce. Le gustaba evocar los días felices de su infancia, las noches de parranda en su juventud, pero siempre mudaba la expresión al recordar la forma abrupta con la que abandonó su casa. Pelayo discutía constantemente con su padre, Don Rodrigo, pues el viejo hacendado nunca aceptó a la esposa de su hijo. Levantaron una muralla que no supieron franquear con el nacimiento de la nieta, ni a la muerte de la madre de la pequeña, dos años después. Ambos siguieron ahogándose en su orgullo.

A Don Rodrigo la vida le había golpeado duramente al conocer la muerte de su único hijo. Lejos estaba de ser el arrogante aristócrata de antaño, ahora sólo era un abuelo anhelante por cuidar de su nieta. Quizá por ello, no esperó a que Constanza entrara y fuera anunciada por el mayordomo, como hubiera hecho en otro tiempo mientras esperaba sentado detrás del escritorio, sino que recorrió con agilidad la distancia entre ellos sin acordarse de los achaques de la edad. El corazón le había ganado y se abrazó a su nieta con una emoción intensa, alimentada por los años perdidos.

A la joven no le costó adaptarse al nuevo hogar; su abuelo la colmaba de afecto, la instruía en el manejo de la intendencia de la villa y delegaba responsabilidades en ella. Esa noche Don Rodrigo celebraba una cena en honor de su nieta para presentarla a sus vecinos. Constanza lucía radiante, sus ojos chispeaban y de su boca no se borró la sonrisa en toda la velada. Se desenvolvía con destreza como anfitriona conversando con los invitados, especialmente con uno que absorbía casi toda su atención, Don Diego de Arce, conde de Benasalem, cuyas tierras eran colindantes con las de su abuelo. Había despertado su ternura, pues parecía estar revestido de tristeza. Él se quedó prendado de su hermosura, alegría y la cálida luz que irradiaba, reconfortando su alma gélida. El viejo Salvatierra se alarmó al advertirlo, poseía la suficiente experiencia de la vida para reconocer la atracción que sentían los dos jóvenes, y lo que menos deseaba era ver cerca de su nieta al conde de Benasalem.

Cuando los invitados se hubieron marchado, Rodrigo se sentó al lado de su nieta. Le tomó una mano y se la acarició con cariño mientras, pinchado por su inquietud, le contaba los lances de tan aciago linaje. Infamia y sangre eran los blasones del conde de Benasalem. Desde su infancia había sido cebado por los rencores. Venganzas entre familias que se perdían en los tiempos le llevaron a apropiarse de terrenos mediante extorsiones y crímenes que nunca podían ser probados, ya que contaba con importantes influencias, pues estaba emparentado al monarca. Todos le temían. Constanza no podía dar crédito a lo que le estaba contando su abuelo; ella había sentido su tristeza, su fondo noble. Quizá fueran exageraciones de los lugareños, envidiosos de su fortuna y sus habilidades para negociar. Intentó tranquilizar al anciano, prometiéndole que nunca se vería con Diego, si bien los latidos de su corazón le presagiaban lo contrario.

Aquella mañana de primavera el sol brillaba en un cielo despejado. Constanza salió a montar, según era su costumbre. Le gustaba sentir la caricia de los rayos en la piel, el viento en el rostro, y el olor de la hierba; cabalgar le hacía encontrarse en comunión con la vida y la naturaleza. Siempre se dirigía al mismo lugar, un paseo escoltado por cerezos en flor a ambos lados, tocando el límite de la villa. Descabalgó y acercándose a un árbol tomó una de sus flores rosas.

«No las envidies. Tú eres más hermosa que ellas», escuchó a aquella irresistible voz varonil. Constanza se giró y sonrió al galante jinete que estaba desmontando de su corcel. A Diego le embelesaba verla enmarcada entre los cerezos, vestida de terciopelo rubí. La melena suelta, oscura y lacia, le confería un aire salvaje que le arrebataba los sentidos. Gozar de su amada era un sueño que vivía en secreto desde hacía seis meses y del que esperaba no despertar jamás. La envolvió fuertemente con sus brazos por el talle y bebió de su apacible mirada hasta que se hubo saciado. Luego la recostó contra el tronco de un cerezo e incitado por el generoso escote comenzó a acariciarlo con el dorso de la mano, que fue subiendo sin prisa por su largo cuello hasta llegar a su boca. Observaba complacido cómo la respiración de Constanza se tornaba más agitada. Ella le besó en los dedos, y él besó su boca con ardor iniciando una coreografía conocida y anhelada por ambos.

La joven entró en la casa como una exhalación, radiante y con las mejillas arreboladas. Don Rodrigo la esperaba impaciente; al verla llegar suspiró aliviado y la hizo pasar a la biblioteca. Aquella madrugada los miembros varones de los Ródenas habían sido aniquilados, incluido el benjamín que contaba doce años; seis personas en total. Todos sabían quién estaba detrás, el conde de Benasalem ayudado por sus esbirros; hacía años que codiciaba esas tierras. A Constanza le cayó el mundo encima. La biblioteca parecía girar alrededor de ella mientras la voz de su abuelo se hacía lejana. Rodrigo se dirigió frente a su nieta y la sacudió por los hombros, sacándola de su turbación. Preocupado por los posibles disturbios, le hizo prometer que no saldría de la hacienda hasta que las cosas se hubieran calmado.

Pasó la noche en vela, envuelta en las tinieblas de sus pensamientos. «Te regalaré la villa de los Ródenas. Toda la comarca será tuya cuando seas mi esposa», las palabras dichas semanas antes por Diego con desenfado, y que ella tomaba como fanfarronadas, ahora le helaban el alma. Recordó los zarpazos repartidos por su piel, que esa misma mañana había besado con devoción creyendo que eran heridas provocadas por un animal salvaje, sin sospechar que la alimaña era él. Las lágrimas corrían por sus mejillas hasta llegar a su boca y ella probó el sabor salado de aquellas fuentes inagotables. Lo único que la confortaba era saber que su abuelo desconocía su relación. La joven se dirigió a la alcoba de aquél, entreabrió la puerta y se preguntó cuánto tiempo podría verlo dormir plácidamente. Estaba segura de que al no acudir a sus citas secretas, Diego vendría a buscarla. Allí mismo tomó una resolución.

Al alba entró en la biblioteca y dejó una carta en la que le revelaba a su abuelo todo lo acontecido, y la firme decisión que había tomado. Cruzó el jardín y antes de partir echó una mirada al castillo del conde de Benasalem, observando que las brumas lo sitiaban y las aves volaban bajo. Se apresuró antes de que comenzara la tormenta. Sus pasos se encaminaron hasta el convento de Santa Clara, donde ingresó Constanza Salvatierra para convertirse en la hermana María.

«¡Al diablo con ella! ¡Olvídala! ¡No la necesitas! ¡Nunca has necesitado a nadie!», fue la letanía que bramó durante semanas el conde de Benasalem, cuando alcanzaba la embriaguez.

Meses después, en el convento de Santa Clara, Sor María trabajaba en el huerto bajo un fuerte sol. Se detuvo para reposar y enjugarse el sudor. Después miró sus encallecidas manos recordando cómo había sido su existencia desde que vivía entre muros. Unas lágrimas se deslizaron por su rostro al pensar en su larga melena, ésa que Diego adoraba y que no volvería a acariciarle jamás: siguiendo las normas de su congregación se la cortaron el mismo día de su llegada. Rememoró la forma en la que pasó de los lujosos vestidos de seda de Damasco al austero hábito de grueso algodón. Atrás había quedado la vida mundana intentando alcanzar algo de paz; plegarias, ayunos y trabajo eran su día a día. Aún así le era imposible desprenderse del amor por el conde, que en la distancia le abrasaba.

El único evento destacable en ese tiempo fue la construcción de una extraña torre, frente al patio del convento. Las hermanas se divertían haciendo cábalas sobre la finalidad que tendría, ¡en pleno campo! Guiada por estos pensamientos levantó el rostro en aquella dirección, y, allí, en la ventana de la torre, estaba el conde de Benasalem. Un escalofrío recorrió su cuerpo.

Diego la contemplaba hondamente, su alma voló transportada por el viento hasta encontrarse con la de aquella clarisa. Sus miradas quedaron suspendidas en el tiempo. Constanza anhelaba salir corriendo a su encuentro, volver a sentirse entre sus brazos, codiciaba sus caricias, besarlo, pero, asustada ante sus propios sentimientos, dio media vuelta y se dirigió hacia el claustro. El conde, fuera de sí, gritó: «¡Constanza! ¡¿Qué te has hecho?! ¡¿Qué nos has hecho?! ¡Nos has condenado a la infelicidad!». Diego se derrumbó sobre el alféizar de la ventana. Acudió todos los días, pasando horas en aquella torre mandada construir para poder ver a su amada, con la esperanza de calmar su atormentado espíritu.

Transcurrieron dos meses de martirio. Esa noche, Sor María estaba reclinada al pie de su camastro rezando como todos los días, pidiendo perdón porque Constanza ambicionaba escaparse y permanecer unida a Diego. Voces en el pasillo y golpes de puertas violentadas la sacaron de su recogimiento. Apenas le dio tiempo de incorporarse cuando el conde irrumpió en su celda. Al verlo, el ritmo de su corazón se aceleró.

El escándalo hizo que algunas hermanas se congregaran junto a la puerta. En la atmósfera reinaban miradas de asombro, acompañadas por cuchicheos causados por el estupor. Dos monjas entraron en la celda y trataron de sacar al conde. No existía fuerza humana capaz de hacerle desistir de su empeño y llegó frente a Constanza. Sus ojos preñados de deseo revelaban su propósito, pero la delgadez de ella, su rostro pálido y ojeroso se le clavaron como flechas incandescentes. Acarició su mejilla haciendo que la joven se estremeciera y cerrara los ojos. El olor de su piel la transportó al dulce aroma de los cerezos en flor. Aturdida apartó con un gesto brusco la mano que le quemaba, sintiendo una presión en el pecho que no la dejaba respirar.

Constanza se desmayó a sus pies. Diego hizo ademán de recogerla, pero se quedó paralizado. La clarisa, todavía inconsciente, empezó a elevarse, como si alguien la estirara de los hombros. Algunas hermanas se arrodillaron. Cuando Sor María llegó a la altura del conde levantó la cabeza y clavándole la mirada, habló: «Diego, esta noche vas a morir. Vagarás cabalgando a lomos de tu caballo para pagar tus pecados. A mi muerte yo te vigilaré desde arriba, y algunas veces te acompañaré para ayudarte a purgar tus crímenes». La monja se desplomó. El conde de Benasalem, con el horror dibujado en su cara, huyó despavorido como si le persiguiera el diablo.

Varias noches después, Sor María se despertó, sobresaltada, al oír el galope y el relinchar de un caballo. Cada vez lo oía más cerca y se levantó para comprobar quién andaba rondando el convento. Asustada, fue hacia la ventana y la abrió. Miraba en todas las direcciones, asida a las rejas, pero en la densa oscuridad no distinguía nada. De pronto percibió que el caballo pasaba frente a ella, deteniéndose un instante. Advertía una presencia mirándola, y un intenso frío la estremeció, atravesando su espinazo. Aguzando la vista pudo distinguir un ligero vaho, pero el jinete emprendió la huida, dejando sólo visible una columna de polvo bañada por la luna. Regresó a su camastro, pero no pudo conciliar el sueño en toda la noche.

A la mañana siguiente, la joven clarisa se dirigía a hacer sus labores, caminando por el claustro, cuando algo llamó su atención en el patio. Un corrillo de monjas discutían haciendo aspavientos. Intrigada, corrió hasta ellas y les preguntó qué pasaba. Una hermana le señaló el objeto de la disputa y ella se quedó sobrecogida al comprender. Había oído decir que el amor siempre se abre paso, pero nunca creyó que lo hiciera desde más allá de la muerte. En la fachada de la torre contempló incrustadas las huellas de unas herraduras que llegaban hasta la ventana, y al lado de ésta, emergía un corazón de piedra.

Cuenta la leyenda que en las largas y frías noches de invierno se puede ver el espectro del conde cabalgando al galope hasta la torre, dejando un fuerte olor a azufre a su paso.

Fuente: La dársena de Margarita

You Might Also Like

No Comments

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.