No hay llave que abra más puertas que el conocimiento.
CDT
Anatomía del dolor y el amor
Cuando mataron a su marido, mi tía Sarah no pudo romperse en llanto y como no cayeron sus lágrimas, se le cayó el pelo hasta quedarse calva. También desapareció su mirada, sus ojos verdes huyeron hacia el interior y sus párpados se cerraron como persianas, dejando abierta solo una línea tan fina como la lámina de un cuchillo. Cuando yo la conocí, ya te miraba desde dos cicatrices. Su hábitat era un viejo y destartalado sillón de tablas del que jamás se levantaba, al menos mientras yo la visitaba. Desde su apuntalado trono gobernaba todo lo que ocurría en aquel espacio, incluidos tus pensamientos, respondía a tus preguntas antes de que las cuestionaras!!!, era veora!!! … y a mi me fascinaba ese mundo paralelo a esta pretendida e insoportable realidad, donde se asfixian las almas sensibles… como sus hijos Tubal y Virtudes, responsables de haber abonado esa parte de mi mente, donde habita la fantasía.
Torre de Miguel Sesmero, Savatoguix en tiempo de los celtas, debía ser una aldea muy importante, puesto que a ella se desplazaban druidas desde la Galia.
Esta letanía que tantas veces oí, una y otra vez, como un eco atávico en labios de mi tía Virtudes, acabaría siendo el embrión de este relato, además de formar parte de la banda sonora de esa película que fue mi infancia.
Cuando otro día Virtudes me narró con todo detalle una de sus pesadillas recurrentes, aquella en la que se sentía arder sin dolor y veía como nuestros antepasados, los templarios, cabalgaban hacia ella a lomos de sus caballos, pertrechados de viejas armaduras y blandiendo sus armas. Aún hoy, si evocó el sueño, puedo oír el ruido que se produce al chocar metal contra metal, durante el galope onírico…
La cabalgada de los caballeros siempre acababa de la misma forma, al alcanzar la sangre de su sangre, entonces se fundían con ella.
Yo que había sido iniciado por semejantes familiares en esa cualidad que es la fantasía, a esas alturas de mi infancia ya habitaba en los mundos sensibles y enseguida até cabos.
En el centro de aquella pequeña aldea celta, se erigía un faro de tierra adentro y en él había un fuego interior que repartía rayos de luz, a través de las oquedades que taladraban tan singular arquitectura. Nadie echaba leña a aquel fuego que siempre permanecía encendido, pero sí venían a alimentarse de él infinidad de druidas. Llegaban, entraban en la torre y se quedaban durante un buen rato devorándolo con su mirada, al salir de allí todos llevaban reflejados en sus ojos la magia y el fulgor de aquellas llamas.
En la época antigua, con los griegos, llegaba la cultura y con los romanos la civilización. Los primeros cultivaban la filosofía y abrieron infinidad de rutas del pensamiento, los segundos entre otras cosas desarrollaron los códigos y la leyes, enemigos de la magia y la libertad. Así cuando los romanos llegaron a Sabatogix, como había una torre de luz, no se complicaron la vida y la rebautizaron como Turrilux. Este detalle tiene su importancia, pero no he de entretenerme en él, porque estos paréntesis que abren mi mente y mi pluma son tan grandes, que podrían engullir mil historias como ésta.
Retomo el hilo en el punto en que lo dejé. Siempre me pregunté qué habría atraído con tanta fuerza desde esa aldea, no solo a los druidas, sino siglos después a los templarios, hasta que un hecho que habría de ocurrir mucho tiempo después de aquellas extrañas visitas, y ya en mi edad adulta, viniera a revelarme aquel medicinal secreto.
Ocurrió que habiendo dejado atrás los tiempos de la pubertad y siendo ya adulto, me sentí morir de una manera súbita. Pude ver la luz al final del túnel, que vieron los que no se fueron y a partir de aquel día, durante tres años la vida me desterró al infierno de los hedonistas, al no sentir, al no dormir, al no vivir… Mi resistencia se agotaba, cuando totalmente exhausto regresé a los orígenes buscando alguna clave en los paisajes de la infancia, alguna huella de aquellas intensas sensaciones como las que me provocaban al atardecer las evoluciones acrobáticas de los vencejos en el atrio de la Iglesia y su inconfundible piar, o el aroma que desprendían los bollos de chicharrón recién hechos por mi abuela que por entonces ya horneaba mi madre, o el olor que invadía algunas calles del pueblo en la época de la molienda de la aceituna, ninguno de aquellos referentes sensoriales consiguió rescatarme de aquel profundo estado de abstracción en el que andaba cautivo.
Acaeció entonces un hecho, que sería determinante en el devenir de esta historia y mi vida; por aquel entonces la tía Virtudes enfermó, o mejor dicho su ciclo vital llegó a su fin, porque enferma llevaba casi toda una vida entera. Diré de ella que el luto fue su color, no creo que pesara más allá de treinta kilos, se alimentaba de orgullo y cada mañana se calzaba un montón de medias para darle volumen a unas piernas prácticamente inexistentes. Sus gatos, sus hijos predilectos, en particular Mausi y Coruso, no hubo otros, a no ser figuradamente, sus alumnos los cuales aún hoy le profesan una gran admiración. Amaba la literatura, la historia, el arte y a los Beatles … siempre tuvo una relación epistolar con el mundo exterior al que se dirigía escribiendo a plumilla con una caligrafía impecable, cartas que a partir del asesinato de uno de los autores de Let it be, llevaron todas un membrete de luto con una leyenda manuscrita, que rezaba John Lenon forever. Les escribía y leía la correspondencia que mantenían a las mujeres del pueblo analfabetas cuyos maridos o y padres habían tenido que emigrar a México por cuestiones políticas o a Alemania y Suiza por hambre, en todos los casos, por una cuestión de supervivencia. Debido a que aquel servicio público le proporcionaba una información privilegiada, concluyó una teoría que la llevó a rebautizar el gas butano como putano, ocurrencia que argumentó diciendo que aquel invento de la bombona era lo que le brindaba la oportunidad a las mujeres de ser putas, ya que cuando tenían que trajinar con el picón y el carbón para cocinar y calentar la casa, no les daba tiempo para otra cosa.
Decía de su hermano Tubal, que era un hombre bueno, y era verdad. Se lo llevaron a la guerra y de lo que vio allí enfermo del alma y ya nunca se recuperó, solo sobrevivió hasta morir allá por los sesenta, desde entonces es habitante de una estrella llamada Elda, que ella me señalaba en las noches de verano desde el patio, envueltos en aroma de hierbabuena y jazmín. Antes de morir su hermano, uno de los niños a los que él le daba clase en el pasillo de la casa, llevó a clase el libro Corazón de Edmundo de Amicis, que a ella tantas veces le leyera su padre y que sería uno más de los que ardieron en la pira que organizaron con todos los libros del rojo de su progenitor. Otro hombre bueno, reconocido hasta por sus enemigos, pero fusilado porque según ellos su pluma era más letal que una espada. Pues bien, llevada de ese orgullo tan exacerbado como suyo, a escondidas mientras los niños dormían la siesta en mantas zamoranas, en el suelo del pasillo, ella copió a mano el libro entero, y lo más curioso es que lo hizo en un dietario del 36′ iniciando la escritura en la página del uno de enero y acabando justo en la del 31 de diciembre.
Tenía tal devoción por el papel que después de su muerte encontré un montón de cajas llenas de folios en blanco, al mismo tiempo que estaban escritas las paredes de la casa, los márgenes blancos de los libros o de los prospectos de las medicinas.
Durante casi treinta años no salieron ni su madre ni ella de la casa y jamás del pueblo.
A la puerta de su casa no se podía llamar a golpes de nudillo, porque es la manera con la que lo hicieron los guardias cuando vinieron a buscar a su padre, ella tenía entonces 13 años y no hacía tanto había muerto su hermana Alborada.
Otro de mis paréntesis, pero voy a cerrarlo porque este podría ser casi infinito, o de aquellos que al narrar una vida tan intensa, necesitas otra para escribirla.
A lo que quería referirme cuando me perdí en los detalles de una vida que no merece el olvido, es a qué fui testigo del momento exacto en que Virtudes expiró. Estaban mi madre y mi tía Ildara recriminándose entre ellas el no haber avisado la una a la otra a tiempo, para acompañar en su agonía a la moribunda, dándola ya por muerta. No era así, con aquella discusión de fondo yo era el único que no perdía detalle de aquel trance y entonces sí, llego el momento y con la suavidad de ese que llaman el último aliento, se fue, no había trauma ni dolor alguno en aquella transición, sólo paz.
Entre mis antepasados, el legado familiar se ha transmitido durante generaciones de primogénito a primogénito y yo sentí en la suavidad de aquella ultima mirada que me regaló la transmisión de ese legado, durante un instante, entré en un trance sanador y sentí el trasvase de todo el conocimiento acumulado. Comprendí que era lo que buscaban los druidas y los templarios en aquel fuego, buscaban el bálsamo de los hombres.
Al igual que el corazón, el espíritu tiene un latido y si se pierde entra en letargo el alma, así cuando un ser humano adquiría esta dolencia el único remedio era mirar el fuego de Sabatoguix en la mirada de los que lo portaban, de esta manera el enfermo se curaba y el sanador se vaciaba, de tal forma que una y otra vez tenían que volver a la fuente de donde el fuego manaba para llevarse la pócima medicinal en la mirada. Hace tiempo que los manantiales antiguos de esta medicina ancestral se agotaron, pero la naturaleza es generosa incluida la del hombre y este hallazgo que ahora comparto, al margen de la línea sucesora de los primogénitos, es mi legado, me refiero a la alquimia capaz de crear ese fuego, al origen a ese principio de energía que cura los males más profundos, los del alma. Esa mina está en cada uno de nosotros, en aquel capaz de amar, cuando ese sentimiento es real se asoma a la mirada y la hace brillar, con una intensidad muy particular. Ese es el fuego del alma, donde radica el sentido de la vida. Todo el que ama se vuelve druida. Mientras todo estos pensamientos rebotaban en las paredes de mi mente y se tatuaban para siempre en la piel de mi corazón, llego la doctora para certificar el óbito. Yo seguía hipnotizado, observando. La médico le abrió los botones del camisón para auscultarla y pude ver como sumergido entre dos costillas apenas sobresalía un pezón. Su cadáver se podría haber levantado con una sola mano para descubrir bajo su almohada un trozo de jamón que chupaba como un caramelo cuando se sentía morir, y una bolsa dentro de la cual había un trozo de cartón en el que había anotado con un lápiz las fechas importantes de su vida y donde destacaban un dibujo de una regla de medir para señalar que había tenido su primera menstruación, el guarismo que databa el final de la Guerra Civil y otra en la que se refería a la maldita y criminal riada que mandó Dios en el 63.
Dejó indicaciones por temor a que la enterraran viva, para que lo hicieran en el suelo y mirando hacia arriba y que en su tumba grabaran su epitafio: Soy un libro abierto, en el que nadie ha sabido leer.
Carlos Domínguez Tristancho
Relato inédito publicado con la autorización del autor.
M. Carlos Domínguez Tristancho nació en Badajoz, el 3 de mayo de 1955.
Realizó su formación académica en su ciudad natal. Inició así mismo la carrera de medicina, que abandonó por el teatro.
Después de matricularse en la Real Escuela Superior de Arte Dramático (Resad) de Madrid, formó parte en unos casos, y colaboró en otros, con grupos de teatro independiente, como Los cómicos de la legua, Caterva, Espectáculos Ibéricos o Dagoll Dagom.
Trabajó como actor en cine y en TV con directores como García Berlanga, Almodóvar, Chavarrí, Aranda, Camus, Stephen Frears, entre otros, en películas, como La vaquilla, Las bicicletas son para el verano, El Lute, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, etc.
Con la productora Espectáculos Ibéricos, produjo espectáculos, como Mirando al Mar, Raquel, La memoria del cobre, etc.
Dirigió el Festival de Teatro Clásico de Mérida de 1993 a 1999.
Con la productora General de Imagen, produjo el programa de música en directo de TV, El séptimo de Caballería, y algunas ediciones de los Premios de la Música, con la misma productora, además de producir, guionizó y dirigió grandes eventos como el espectáculo de las reinas del Carnaval en Canarias y el de presentación de Telefónica Media a las Majors americanas, en el Mitcom de Cannes.
Participó como colaborador con Carlos Herrera, en una sección de su invención titulada El hospital de las palabras, en el programa Herrera en la onda. Igualmente colaboró, con Toni Marin, en la cadena SER de Radio Barcelona, en secciones de su invención como Salbajito con b, El jardín de los pensamientos o del propio programa como El insultometro.
Es socio-promotor e impulsor de proyectos hosteleros, como Rocamador, La Comarcal, El Refugio del Alto Rey, El Salón Bizcocho y promotor y gestor de las hospederías de Monfrague o La Parra.
Es socio Activo de Empresas de Marketing y diseño , como Humana o de carpintería creativa como Las edades del árbol.
Llevado de su amor obsesivo por la dehesa, a finales de los noventa diseñó y construyó con otros socios la empresa País De Quercus, en el afán de poner en valor todo aquello que produce la misma en régimen extensivo, alcanzando su objetivo de convertirse en proveedores de algunos de los más importantes Chefs del mundo.
Durante años fue consejero del Congreso de Gastronomía de San Sebastián.
Ha sido ponente en congresos como Gastronomika, Diálogos de cocina, Barcelona Vanguardia, Andalucía dos Mares y ha dado Master Class en el Basque Culinary Center, Le Cordon Bleu de Madrid, y otros en países como Alemania, Italia, Inglaterra, entre otros.
En la actualidad vive en una finca de País de Quercus, en Extremadura y dirige el Show Room, de la marca, recibiendo cocineros de todo el mundo a los que hace una introducción a la cultura de la dehesa y el ibérico, además de enseñarles el despiece y los distintos cortes de la carne.
Colabora en distintos proyectos artísticos, escribe y dirige videoclips musicales.
No Comments