Poesia

Sophia de Mello: Homero

junio 3, 2013

Gracias a Marta López Vilar por permitirme compartir este bello cuento de Sophia de Mello traducido por ella para la revista Korokoro.

«Homero»

Cuando era pequeña, a veces pasaba por la playa un viejo loco y vagabundo a quien llamaban el Búzio*.
El Búzio era como un monumento manuelino: todo en él recordaba cosas marítimas. Su barba blanca y ondulada era igual que una ola de espuma. Las gruesas venas azules de sus piernas eran iguales a cabos de navío. Su cuerpo parecía un mástil y su andar era balanceante como el andar de un marinero o de un barco. Sus ojos, como el mismo mar, ahora eran azules, ahora grises, ahora verdes, y a veces, incluso, los vi morados. Y traía siempre en la mano derecha dos conchas.
Eran de aquellas conchas blancas y gruesas con círculos marrones, semiredondas y semitriangulares, que tienen en el vértice de la parte triangular un agujero. El Búzio pasaba un hilo a través de los agujeros, atando así las dos conchas una a otra, de manera que formara con ellas unas castañuelas. Y era con esas castañuelas que él marcaba el ritmo de sus largos discursos cadenciosos, solitarios y misteriosos como poemas.
El Búzio aparecía a lo lejos. Se veía crecer de los confines de los arenales y los caminos. Primero se creía que fuera un árbol o un peñasco distante. Pero cuando se aproximaba se veía que era el Búzio.
En la mano izquierda traía un gran palo que le servía de cayado y era su apoyo en las largas caminatas y su defensa contra los perros rabiosos de las casas. A este palo estaba atado un saco de paño, dentro del que él guardaba los bocados secos de pan y los tostones que le daban. El saco era de algodón remendado y tan descolorido por el sol que casi se había vuelto blanco.
El Búzio llegaba de día, rodeado de luz y de viento, y dos pasos delante de él iba su perro, que era viejo, blanquecino y sucio, con el pelo muy fuerte, ensortijado y largo y el hocico negro.
Y por las calles venía el Búzio con el sol en la cara y las sombras trémulas de las hojas de los plátanos en las manos.
Paraba frente a una puerta y entonaba su larga melopea ritmada por el tocar de sus castañuelas de conchas.
Se abría la puerta y aparecía una criada de delantal blanco que le extendía un pedazo de pan y le decía:
– Vete, Búzio.
Y el Búzio, sin prisa, soltaba el saco de su cayado, desataba los cordones, abría el saco y guardaba el pan.
Después seguía.
Paraba bajo un balcón y cantaba, alto y claro, mientras el perro olfateaba el camino.
Y en el balcón se asomaba alguien rápidamente, tan rápidamente que su rostro ni se veía, le tiraba un trozo de pan y decía:
– Vete, Búzio.
Y el Búzio, con lentitud –con tanta lentitud que se veía cada uno de sus gestos- soltaba el saco del pan, desataba los cordones, abría el saco, guardaba el trozo de pan y de nuevo cerraba el saco y lo ataba y lo cogía
Y seguía con su perro.
Había en la tierra muchos pobres que aparecían los sábados en una multitud pardusca y trágica, y que pedían limosna por las puertas y daban pena. Eran ciegos, cojos, sordos y locos, eran tuberculosos escupiendo sangre en sus trapos, eran madres esqueléticas de hijos casi verdes, eran ancianas encorvadas y llorosas con las piernas increíblemente hinchadas, eran chicos jóvenes mostrando llagas, brazos torcidos, manos cortadas, lágrimas y desgracia. Y sobre la multitud revoloteaba un murmullo incansable de gemidos, quejas, rezos y lamentaciones.
Pero el Búzio aparecía solo, no se sabía qué día de la semana, era alto y erguido, recordaba al mar y a los pinares, no tenía ninguna herida y no daba pena. Sentir pena de él sería como sentir pena de un plátano o de un río o del viento. En el parecía abolida la barrera que separa al hombre de la naturaleza.
El Búzio no poseía nada, del mismo modo que un árbol no posee nada. Vivía con toda la tierra, que él mismo era.
La tierra era su madre y su mujer, su casa y su compañía, su cama, su alimento, su destino y su vida.
Sus pies descalzos parecían escuchar el suelo que pisaban.
Y fue de esta manera que lo vi aparecer aquella tarde en la que yo jugaba sola en el jardín.
Nuestra casa estaba a la orilla de la playa.
La parte de la entrada, que miraba al mar, tenía un jardín de arena. En la parte de atrás, girada hacia el Este, había un pequeño jardín agreste y mal tratado, con el suelo cubierto de pequeñas piedras sueltas que giraban bajo sus pasos, un pozo, dos árboles y algunos arbustos desgreñados por el viento y quemados por el sol.
El Búzio, que llegó por el lado de atrás, abrió la cancela de madera -que se puso a balancearse-, y atravesó el jardín, pasando sin verme.
Se paró frente a la puerta de servicio y al son de las dos castañuelas de conchas se puso a cantar.
Esperó algún tiempo. Después se abrió la puerta y en su ángulo oscuro apareció un delantal. Visto desde fuera, el interior de la casa parecía algo misterioso, sombrío y brillante. Y la criada extendió un pan y dijo:
– Vete, Búzio.
Y después cerró la puerta.
Y el Búzio, sin prisa, lentamente como dibujando la luz en cada uno de sus gestos, desató los cordones, abrió el saco, volvió a atar el saco, lo enganchó en el palo y siguió con su perro.
Después dio la vuelta a la casa, para salir por delante, por el lado del mar.
Entonces decidí ir tras él.
Él atravesó el jardín de arena cubierto de sauces llorones y lirios del mar y caminó por las dunas. Cuando llegó al lugar donde comienza la curva de la playa, paró. Allí ya era un lugar salvaje y desierto, lejos de las casas y los caminos.
Yo, que lo había seguido de lejos, me aproximé escondida en las ondulaciones de la duna y me arrodillé tras un pequeño monte entre hierbas altas, transparentes y secas. No quería que el Búzio me viera, porque lo quería ver así, solo.
Era un poco antes de la puesta de sol y de vez en cuando pasaba una pequeña brisa.
De lo alto de la duna se veía toda la tarde como una enorme flor transparente, abierta y extendida hasta los confines del horizonte.
La luz recortaba una por una todas las cuevas de la arena. El olor desnudo de la maresia **, perfume limpio del mar sin putrefacción y sin cadáveres, lo penetraba todo.
Y a todo lo largo de la playa, de norte a sur, perdiéndose de vista, la marea vacía mostraba sus rocas oscuras cubiertas de caracolas y algas verdes que recortaban las aguas. Y detrás de ellas, se rompían incesantemente, blancas y enroscadas y desenroscadas, tres hileras de olas que, constantemente, deshechas, constantemente volvían a levantarse.
En lo alto de la duna el Búzio estaba con la tarde. El sol se posaba en sus manos, el sol se posaba en su cara y en sus hombros. Se quedó algún tiempo callado, después, lentamente, comenzó a hablar. Yo entendí que hablaba con el mar, ya que lo miraba de frente y extendía hacia él la palma de sus manos abiertas, con las palmas en forma de concha giradas hacia arriba. Era un largo discurso claro, irracional y nebuloso que parecía, con la luz, recortar y dibujar todas las cosas.
No puedo repetir sus palabras: no las memoricé y esto pasó hace muchos años. Y tampoco entendí del todo lo que decía. Incluso algunas palabras no pude oírlas, porque el viento rápido las arrancaba de la boca.
Pero recuerdo que eran palabras moduladas como un canto, palabras casi visibles que ocupaban los espacios del aire con su forma, su intensidad y su peso. Palabras que llamaban por las cosas, que eran el nombre de las cosas. Palabras brillantes como las escamas de un pez, palabras grandes y desiertas como playas. Y sus palabras reunían los restos dispersos de la alegría de la tierra. Él los invocaba, los mostraba, los nombraba: viento, frescura de las aguas, oro del sol, silencio y brillo de las estrellas.

Sophia de Mello

Traducción de Marta López Vilar.

Original en portugués:

«Homero»

Quando eu era pequena, passava às vezes pela praia um velho louco e vagabundo a quem chamavam o Búzio.
O Búzio era como um monumento manuelino: tudo nele lembrava coisas marítimas. A sua barba branca e ondulada era igual a uma onda de espuma. As grossas veias azuis das suas pernas eram iguais a cabos de navio. O seu corpo parecia um mastro e o seu andar era baloiçado como o andar dum marinheiro ou dum barco. Os seus olhos, como o próprio mar, ora eram azuis, ora cinzentos, ora verdes, e às vezes mesmo os vi roxos. E trazia sempre na mão direita duas conchas.
Eram daquelas conchas brancas e grossas com círculos acastanhados, semi-redondas e semitriangulares, que têm no vértice da parte triangular um buraco. O Búzio passava um fio através dos buracos, atando assim as duas conchas uma à outra, de maneira a formar com elas umas castanholas. E era com essas castanholas que ele marcava o ritmo dos seus longos discursos cadenciados, solitários e misteriosos como poemas.
O Búzio aparecia ao longe. Via-se crescer dos confins dos areais e das estradas. Primeiro julgava-se que fosse uma árvore ou um penedo distante. Mas quando se aproximava via-se que era o Búzio.
Na mão esquerda trazia um grande pau que lhe servia de bordão e era seu apoio nas longas caminhadas e sua defesa contra os cães raivosos das quintas. A este pau estava atado um saco de pano, dentro do qual ele guardava os bocados do pão que lhe davam e os tostões. O saco era de chita remendada e tão desbotada que quase se tornara branca.
O Búzio chegava de dia, rodeado de luz e de vento, e dois passos à sua frente vinha o seu cão, que era velho, esbranquiçado e sujo, com o pêlo grosso, encaracolado e comprido e o focinho preto.
E pelas ruas fora vinha o Búzio com o sol na cara e as sombras trémulas das folhas dos plátanos nas mãos.
Parava em frente duma porta e entoava a sua longa melopeia ritmada pelo tocar das suas castanholas de conchas.
Abria-se a porta e aparecia uma criada de avental branco que lhe estendia um pedaço de pão e dizia:
– Vai-te embora, Búzio.
E o Búzio, demoradamente, desprendia o saco do seu bordão, desatava os cordões, abria o saco e guardava o pão.
Depois de novo seguia.
Parava debaixo de uma varanda cantando, alto e direito, enquanto o cão farejava o passeio.
E na varanda debruçava-se alguém rapidamente, tão rapidamente que o seu rosto nem se mostrava, e atirava-lhe um tostão e dizia:
– Vai-te embora, Búzio.
E o Búzio demoradamente – tão demoradamente que cada um dos seus gestos de via – desprendia o saco do pau, desatava os cordões, abria o saco, guardava o tostão, e de novo fechava o saco e o atava e o prendia.
E seguia com o seu cão.
Havia na terra muitos pobres que apareciam aos sábados em bandos acastanhados e trágicos, e que pediam esmola pelas portas e faziam pena. Eram cegos, coxos, surdos e loucos, eram tuberculosos cuspindo sangue nos trapos, eram mães escanzeladas de filhos quase verdes, eram velhas curvadas e chorosas com as pernas incrivelmente inchadas, eram rapazes novos mostrando chagas, braços torcidos, mãos cortadas, lágrimas e desgraça. E sobre o bando pairava um murmúrio incansável de gemidos, queixas, rezas e lamentações.
Mas o Búzio aparecia sozinho, não se sabia em que dia da semana, era alto e direito, lembrava o mar e os pinheiros, não tinha nenhuma ferida e não fazia pena. Ter pena dele seria como ter pena de um plátano ou de um rio, ou do vento. Nele parecia abolida a barreira que separa o homem da natureza.
O Búzio não possuía nada, como uma árvore não possui nada. Vivia com a terra toda que era ele próprio.
A terra era sua mãe e sua mulher, sua casa e sua companhia, sua cama, seu alimento, seu destino e sua vida.
Os seus pés descalços pareciam escutar o chão que pisavam.
E foi assim que o vi aparecer naquela tarde em que eu brincava sozinha no jardim.
A nossa casa ficava à beira da praia.
A parte da frente, virada para o mar, tinha um jardim de areia. Na parte de trás, voltada para leste, havia um pequeno jardim agreste e mal tratado, com o chão coberto de pequenas pedras soltas, que rolavam sob os passos, um poço, duas árvores e alguns arbustos desgrenhados pelo vento e queimados pelo sol.
O Búzio, que chegou pelo lado de trás, abriu a cancela de madeira, que ficou a baloiçar, e atravessou o jardim, passando sem me ver.
Parou em frente da porta de serviço e ao som das suas castanholas de conchas pôs-se a cantar.
Assim esperou algum tempo. Depois a porta abriu-se e no seu ângulo escuro apareceu um avental. Visto de fora, o interior da casa parecia misterioso, sombrio e brilhante. E a criada estendeu um pão e disse:
– Vai-te embora, Búzio.
Depois fechou a porta.
E o Búzio, sem pressa, demoradamente como que desenhando na luz cada um dos seus gestos, puxou os cordões, abriu o saco, tornou a atar o saco, prendeu-o no pau e seguiu com o seu cão.
Depois deu a volta à casa, para sair pela frente, pelo lado do mar.
Então eu resolvi ir atrás dele.
Ele atravessou o jardim de areia coberto de chorão e lírios do mar e caminhou pelas dunas. Quando chegou ao lugar onde principia a curva da baía, parou. Ali era já um lugar selvagem e deserto, longe de casas e estradas.
Eu, que o tinha seguido de longe, aproximei-me escondida nas ondulações da duna e ajoelhei-me atrás de um pequeno monte entre as ervas altas, transparentes e secas. Não queria que o Búzio me visse, porque o queria ver sem mim, sozinho.
Era um pouco antes do pôr do Sol e de vez em quando passava uma pequena brisa.
Do alto da duna via-se a tarde toda como uma enorme flor transparente, aberta e estendida até aos confins do horizonte.
A luz recortava uma por uma todas as covas da areia. O cheiro nu da maresia, perfume limpo do mar sem putrefacção e sem cadáveres, penetrava tudo.
E a todo o comprimento da praia, de norte a sul, a perder de vista, a maré vazia mostrava os seus rochedos escuros cobertos de búzios e algas verdes que recortavam as águas. E atrás deles quebravam incessantemente, brancas e enroladas e desenroladas, três fileiras de ondas que, constantemente desfeitas, constantemente se reerguiam.
No alto da duna o Búzio estava com a tarde. O sol pousava nas suas mãos, o sol pousava na sua cara e nos seus ombros. Ficou algum tempo calado, depois devagar começou a falar. Eu entendi que falava com o mar, pois o olhava de frente e estendia para ele as suas mãos abertas, com as palmas em concha viradas para cima. Era um longo discurso claro, irracional e nebuloso que parecia, com a luz, recortar e desenhar todas as coisas.
Não posso repetir as suas palavras: não as decorei e isto passou-se há muitos anos. E também não entendi inteiramente o que ele dizia. E algumas palavras mesmo não as ouvi, porque o vento rápido lhas arrancava da boca.
Mas lembro-me de que eram palavras moduladas como um canto, palavras quase visíveis que ocupavam os espaços do ar com a sua forma, a sua densidade e o seu peso. Palavras que chamavam pelas coisas, que eram o nome das coisas. Palavras brilhantes como as escamas de um peixe, palavras grandes e desertas como praias. E as suas palavras reuniam os restos dispersos da alegria da terra. Ele os invocava, os mostrava, os nomeava: vento, frescura das águas, oiro do sol, silêncio e brilho das estrelas.

En: «Contos exemplares»

Lisboa, Livraria Morais Editora, 1962.

*Búzio, en castellano, significa “caracola”, pero he preferido mantener el nombre en portugués.

**Maresia significa “el olor del mar”, pero he decidido dejar la palabra portuguesa por contener en sí misma todo aquello a lo que se refiere.

Publicado en el número 4 de la revista «Korokoro» – Monográfico: Infancias, en junio de 2013 : AQUÍ

Sophia de Mello Breyner Andresen nació el 6 de noviembre de 1919, en Oporto, Portugal.
Prémio Luis Camõens en 1999.
Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2003.
Murió en Lisboa, el 2 de julio de 2004.

También de Sophia de Melo en este blog:

«Sophia de Mello: Epidauro, de Nocturno de mediodía»: AQUÍ

«Sophia de Mello: Heme aquí»: AQUÍ

«Sophia de Mello: Patria, de Libro sexto»: AQUÍ

«Sophia de Mello: Las personas sensibles»: AQUÍ

«Sophia de Mello: Aquí»: AQUÍ 

«Poema del día: Muerta de Sophia de Mello»: AQUÍ

«Poema del día: Elegía de Sophia de Mello»: AQUÍ

«Sophia de Melo: Si todo el ser al viento abandonamos…»: AQUÍ 

«Con furia y rabia, de Sophia de Mello»: AQUÍ

«Sophia de Mello: Ciudad de los otros»: AQUÍ

«Sophia de Mello: Fecha»: AQUÍ

«Sophia de Mello: Tu rostro»: AQUÍ

«Sophia de Mello: Ítaca, de Geografía»: AQUÍ

«Sophia de Mello: El hospital y la playa, de Libro VI»: AQUÍ

Otras traducciones de Marta López Vilar en este blog:

«Carles Riba: Elegías de Bierville X»: AQUÍ

«Carles Riba: Dirección, de Elegías de Bierville»: AQUÍ

«Ruy Ventura: Llave de ignición»: AQUÍ

«Carles Riba: Elegías de Bierville (III)»: AQUÍ

 

*Las fotografías son de la escultura de Sophia de Mello en el mirador que lleva su nombre, (antes Mirador de Gracia)en el barrio de Gracia de Lisboa, antes parroquia de San Vicente.

You Might Also Like

No Comments

  • Reply Bitacoras.com junio 3, 2013 at 2:42 am

    Información Bitacoras.com…

    Valora en Bitacoras.com: < Gracias a Marta López Vilar por permitirme compartir este bello cuento de Sophia de Mello traducido por ella para la revista Korokoro. “Homero” Cuando era pequeña, a veces pasaba por la playa un viejo loco y vagabu……

  • Reply Sophia de Mello: Heme aquí | Trianarts julio 31, 2013 at 7:46 pm

    […] “Sophia de Mello: Homero (Cuento)”: AQUÍ […]

  • Reply Sophia de Mello: Balcones | Trianarts marzo 17, 2014 at 1:11 am

    […] “Sophia de Mello: Homero (Cuento)”: AQUÍ […]

  • Reply Sophia de Mello: La forma justa | Trianarts junio 12, 2014 at 12:31 am

    […] “Sophia de Mello: Homero (Cuento)”: AQUÍ […]

  • Reply Sophia de Mello: Furias, de Islas | Trianarts septiembre 21, 2014 at 3:16 pm

    […] “Sophia de Mello: Homero (Cuento)”: AQUÍ […]

  • Reply Sophia de Mello: Casa blanca | Trianarts enero 4, 2015 at 10:36 pm

    […] “Sophia de Mello: Homero (Cuento)”: AQUÍ […]

  • Responder a Sophia de Mello: Balcones | TrianartsCancelar respuesta

    Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.