Poesia

Pier Paolo Pasolini: El llanto de la excavadora

septiembre 28, 2014


«La verdad no está en un sueño, sino en muchos sueños.»
PPP

«El llanto de la excavadora»

I

Sólo el amar, sólo el conocer
es lo que cuenta; no el haber amado,
no el haber conocido. Angustia

el vivir de un consumido
amor. Deja de crecer el alma.
Aquí, en el calor encantado
de la noche —qué riada acá en lo bajo
entre las curvas del río y las adormecidas
visiones de la ciudad bañada de luz,

resonante aún de mil vidas,
desamor, misterio y miseria
de los sentidos— me resultan enemigas

las formas del mundo que aún ayer
eran mi razón para existir.
Aburrido, cansado, vuelvo a casa por negras

plazas de mercados, tristes calles
aledañas al puerto fluvial,
entre barracas y bodegones,

por los últimos prados. El silencio
allí es mortal: pero abajo, en la avenida Marconi,
en la estación de Trastévere, la tarde

es dulce todavía. Los jóvenes
regresan a sus colonias, a sus arrabales
en ligeras motonetas, vestidos de overol

mas impulsados por un festivo anhelo,
cargando atrás a los amigos,
risueños, sucios. Los últimos parroquianos

charlan de pie, desgañitándose
todas las noches, aquí y allá, en las mesitas
de los lucientes locales semivacíos.

Maravillosa y mísera ciudad
que me enseñaste eso que los hombres
alegres y feroces aprenden desde niños,

las pequeñas cosas que se descubre
la grandeza de la vida en paz, cómo
andar duros y preparados en el gentío

de las calles, cómo dirigirse a otro hombre
sin temblar, sin avergonzarse
de mirar el dinero que cuenta

con perezosos dedos el mensajero
que suda frente a las fachadas que huyen
en un color eterno de verano;

a defenderme, a ofender, a tener
el mundo delante de los ojos y no
sólo en el corazón; a comprender

que pocos conocen las pasiones
por las cuales yo he vivido:
que no me son fraternos y, sin embargo,

son hermanos justamente por tener
pasiones de hombres
que, alegres, inconscientes, enteros,

viven de experiencias
ajenas a las mías. Maravillosa y mísera
ciudad, que me hiciste experimentar

en la experiencia de esa vida
ignota: hasta que descubrí
lo que era el mundo para cada uno.

Una luna moribunda, en el silencio
que de ella vive, palidece entre violentos
ardores, miserablemente en la tierra

cambia de vida en grandes avenidas y viejas
callejuelas que sin dar luz deslumbran
y, como en todo el mundo, se reflejan

en una escasa y alta nubarrada.
Es la noche más hermosa del verano.
Trastévere, con un olor a paja

de viejos establos, de hosterías
desiertas, sigue despierto.
Las esquinas obscuras, las paredes plácidas

susurran encantados rumores.
Hombres y muchachos regresan a sus casas
—bajo festones de luz recién nacida—

rumbo a sus callejones enlodados
de obscuridad e inmundicia, con ese paso blando
que tanto me invadía el alma

cuando de verdad yo amaba, cuando
de verdad quería comprender.
Y, como entonces, desaparecen cantando.

II

Pobre como un gato del Coliseo
yo vivía en un barrio todo cal
y polvareda, lejos de la ciudad

y del campo, hacinado día tras día
en un autobús acezante:
y cada ida, cada regreso

era un calvario de sudor y de ansias.
Largas caminatas en la calle caliente calígine,
largos crepúsculos frente a papeles

amontonados en la mesa, entre calles lodosas,
tapiales, casuchas empapadas de cal,
destartaladas, con cortinas por puerta…

Pasaban el aceitunero y el ropavejero
que venían de alguna otra barriada,
con su polvorienta mercancía semejante

a fruto de robo y con el aire cruel
de jóvenes envejecidos entre los vicios
de quien tiene una madre dura y hambreada.

Renovado por el mundo nuevo,
libre —una llama, un hálito
que no puedo expresar, en la realidad

que humilde y sucia, confusa e inmensa,
hormigueaba en la periferia meridional,
inculcaba un sentido de serena piedad.

Un alma en mí, que no era sólo mía,
un alma pequeña en ese mundo ilimitado,
crecía alimentada por la alegría

de quien amaba, aunque no era amado.
Y todo se iluminaba con este amor.
Tal vez siendo aún muchacho, heroicamente,

y sin embargo madurado por la experiencia
que nacía a los pies de la historia.
Estaba en el centro del mundo, en ese mundo

de arrabales tristes, beduinos,
de amarillas praderas desgastadas
por un viento constante y sin paz,

viniera del caliente mar de Fiumicino
o de los campos, donde se perdía
la ciudad entre tugurios; en ese mundo

que solamente podía dominar,
cuadrado espectro amarillento
en la amarillenta bruma,

agujereado por mil hileras iguales
de ventanas enrejadas, la Penitenciaría
entre campos viejos y caseríos adormecidos.

La brisa arrastraba ciegamente
papeles y polvo en todas partes,
las pobres voces sin eco

de las mujercitas que llegaron de los montes
Sabinos, al Adriático y que acamparon
aquí, ahora ya con chusmas

de escuálidos y duros muchachillos,
llorones en sus camisetas desgarradas,
en sus grises y quemados calzoncitos;

los soles africanos, las lluvias violentas
que convertían las calles en torrentes
de fango, los autobuses en la terminal,

anclados en su esquina,
entre una última franja de hierba blanca
y algún ácido, ardiente basurero…

era el centro del mundo, como estaba
en el centro de la historia mi amor
por él: y en esta

madurez que aún era amor
por ser aún naciente, todo estaba
ya por aclararse —¡era

claro! Aquella barriada desnuda al viento,
no romana, ni meridional
ni obrera, era la vida

en su luz más actual:
vida y luz de la vida, plena
en el caos aún no proletario,

como lo quiere el burdo periódico
de la célula, la última
edición en rotograbado: hueso

de la existencia cotidiana,
pura, por estar tan demasiado
próxima, absoluta por ser

tan excesiva y miserablemente humana.

III

Y vuelvo a casa, rico de esos años,
tan nuevos, que jamás hubiera pensado
en considerarlos viejos en un alma

tan lejana de ellos como todo pasado.
Subo por las alamedas del Gianícolo, me detengo
en una encrucijada liberty, en una gran arboleda,

en un muñón de muralla —donde acaba
la ciudad y la ondulada llanura
se encamina hacia el mar. Y me renace

en el alma —inerte y obscura
como la noche abandonada al perfume—
una simiente ya demasiado madura

para dar aún fruto en el cúmulo
de una vida cansada y acerba…
He allí Villa Panphili, y en la luz

que tranquila reverbera
sobre los nuevos muros, la calle donde vivo.
Cerca de mi casa, sobre una hierba

reducida a una obscura baba,
un rastro sobre los abismos recientemente
excavados en la toba —extenuada toda rabia

destructiva—, trepa contra ralos edificios
y pedazos de cielo, inanimada,
una excavadora…

¿Qué pena me invade frente a estos instrumentos
supinos, emplazados aquí y allá, en el fango,
frente a este trapo rojo

colgado de un caballete, en el rincón
donde la noche parece más triste?
¿Por qué en esta apagada tinta de sangre

mi conciencia tan ciegamente se resiste,
se esconde, casi por un obsesivo
remordimiento que totalmente la contrista?

¿Por qué llevo dentro de mí el mismo sentimiento
de jornadas para siempre incumplidas,
idéntico al del muerto firmamento
donde esta excavadora palidece?

Me desnudo en uno de los mil cuartos
donde se duerme en la calle Fonteiana.
En todo puedes escarbar, tiempo: esperanzas,

pasiones. Mas no en estas formas
puras de la vida… Se reduce
a ellas el hombre cuando se colman

la experiencia y la confianza
en el mundo… ¡Ah, días de Rebibbia,
que yo creí perdidos en una luz

menesterosa y que ahora sé tan libres!

Con el corazón, entonces, por difíciles
asuntos que le habían extraviado
el curso hacia un destino humano,

ganando en ardor la claridad
negada, y en ingenuidad
el negado equilibrio —a la claridad,

al equilibrio también llegaba,
en esos días, la mente. Y el ciego
pesar, signo de toda mi lucha

con el mundo, era rechazado por
adultas aunque inexpertas ideologías…
El mundo se volvía un tema

no ya de misterio, sino de historia.
Se multiplicaba por mil la alegría
de conocerlo —como

cada hombre, humildemente, conoce.
Marx o Gobetti, Gramsci o Croce
estaban vivos en las vivas experiencias.

Cambió la materia de un decenio de obscura
vocación; lo gasté en dilucidar
lo que me parecía ser la ideal figura

en una ideal generación;
en cada página, en cada línea
que escribí en el exilio de Rebibbia

estaba aquel fervor, aquella presunción,
aquella gratitud. Nuevo
en mi nueva condición

de viejo trabajo y vieja miseria,
los pocos amigos que venían
a casa en las mañanas o en las noches

olvidadas en la Penitenciaría,
me vieron dentro de una luz viva:
apacible y violento revolucionario

en el corazón y en la lengua. Un hombre florecía.

IV

Me aprieta contra su vieja zalea
perfumada de bosque y me posa
en la boca su hocico con colmillos

de berraco, oh errante oso con aliento
de rosa: a mi alrededor el cuarto
es un calvero; la colcha, corroída

por los últimos sudores juveniles, danza
como un velamen de pólenes… Es cierto,
camino por una calle que avanza

entre primeros prados primaverales, diluidos
en una luz de paraíso…
Transportado por la ola de los pasos

eso que dejo a mis espaldas, leve y mísero,
no es la periferia de Roma: “¡Viva
México!” grabaron y pintaron con cal

en escombros de templos, en tapias y rincones
decrépitos, livianos como huesos en confines
de un ardiente cielo sin escalofríos.

Hela allí, por encima de una colina,
entre las ondulaciones de una vieja cadena
apenínica, mezclada con las nubes,

la ciudad semivacía, aunque aún es hora
mañanera, y las mujeres van
de compras —o la del crepúsculo que sobredora

a los niños que corren con las madres
afuera de los patios de la escuela.
Un gran silencio invade las calles:

los enlosados se pierden, un poco inconexos,
viejos como el tiempo, grises como el tiempo
y dos largas hileras de piedra

corren a lo largo de las calles lúcidas y tiernas
Alguien se mueve en ese silencio:
alguna vieja, algún muchachito

perdido en sus juegos, donde
los portales de un dulce siglo dieciséis
se abren serenos, o un pocito

con bestezuelas taraceadas en sus bordes
se posa sobre la pobre hierba
de un rincón o esquina olvidados.

En la cima del cerro se abre la yerma
plaza del ayuntamiento, y entre casa
y casa, más allá de una tapia y el verde

de un enorme castaño, se mira
el espacio del valle: pero no el valle.
Un espacio tembloroso, celeste,

casi cerúleo… Pero el Corso prosigue
aún más allá de la placita familiar
suspendida en el cielo de los Apeninos:

se adentra entre casas más severas, baja
un poco a media cuesta: y más abajo
—cuando las casitas barrocas escasean—

allí aparece el valle —y el desierto.
Sólo unos pasos más
hacia el recodo, donde la calle

desemboca en desnudos campos inclinados
y sinuosos. A la izquierda, contra el pendío,
como si el templo se hubiera desplomado,

se alza un ábside lleno de frescos
azules, rojos, rico de espirales
sobre las canceladas cicatrices

de la caída en la que sólo ella,
la concha inmensa, quedó y sigue
abriéndose frente al cielo.

Es allí, más allá del valle, del desierto,
que empieza a soplar un aire leve, desesperado,
que incendia la piel con dulzura…

Es como esos olores que —desde los campos
recién mojados o desde las orillas de un río—
soplan sobre la ciudad en los primeros

días de buen tiempo: y tú
no los reconoces, pero casi
enloquecido de pena intentas comprender

si son los de un fuego encendido sobre la escarcha
o de uvas y nísperos perdidos
en algún granero entibiado

por el sol de la prodigiosa mañana.
Yo grito de alegría, tan herido
en lo hondo de los pulmones por ese aire

que como una tibieza o una luz
respiro mirando el ancho valle

V

Basta un poco de paz para revelar,
dentro del corazón, la angustia,
límpida como el fondo del mar

en un día de sol. En eso reconoces,
sin sentirlo, el mal allí
en tu lecho, pecho, muslos

y pies abandonados, como
un crucifijo —o como Noé
borracho, durmiendo, ingenuamente ignaro

de la alegría de sus hijos
—los fuertes, los puros— divirtiéndose con él…
El día ya está sobre de ti,

en el cuarto, como un león dormido.

¿Por qué calles el corazón
se encuentra pleno, perfecto hasta en esta
mescolanza de beatitud y dolor?

Un poco de paz… Y en ti vuelve a despertarse
la guerra, Dios. Tan pronto
se distienden las pasiones, tan pronto se cierra

la fresca herida y te pones a gastar
el alma, que parecía totalmente gastada,
en acciones de sueño que no dejan

nada… No obstante, encendido
por la esperanza —para qué, viejo león
apestoso de vodka, Kruschov,

impreca al mundo por su ofendida Rusia—
pero de pronto te das cuenta de que sueñas.
En el feliz agosto de paz

parecen incendiarse todas tus pasiones,
todo tormento interior,
toda tu ingenua vergüenza

de no estar —sentimentalmente—
en el punto donde el mundo se renueva.
Al contrario, ese nuevo soplo de viento

vuelve a echarte atrás, donde
todo viento cae: y allí, tumor
que se recrea, hallas de nuevo

el antiguo crisol de amor,
el sentimiento, el espanto, la alegría.
Y justamente en ese sopor

está la luz… En esa inconsciencia
de infante, de animal o ingenuo libertino,
está la pureza… los más heroicos

furores en esa fuga; el más divino
sentimiento en ese vil acto humano
consumado en el sueño matutino.

VI

En el calor abandonado
del sol de la mañana —que arde
de nuevo, rasando talleres y enjarres

recalentados —desesperadas
vibraciones raspan el silencio
con acendrado sabor a vino generoso,

a plazoletas vacías, a inocencia.
Al filo de las siete, esa vibración
crece con el sol. Indigente presencia

de una docena de ancianos obreros
con los harapos y las playeras ardidos
por el sudor, cuyas extrañas voces,

en la lucha contra los dispersos
bloques de lodo y desplomes de tierra,
parecen deshacerse en ese temblor.

Pero entre las detonaciones tercas de la
excavadora —que ciega parece, ciega
resquebraja, ciega aferra

como si careciera de meta—
surge un alarido improviso,
humano, que a trechos se repite

tan enloquecido de dolor, que deja
de ser humano y vuelve a transformarse
en estruendo muerto. Luego, despacio,

renace en la luz violenta,
entre los edificios cegados, nuevo, igual,
alarido que sólo un moribundo

puede lanzar en el último instante,
bajo este sol cruel que aún resplandece
aliviado por un poco de brisa del mar…

Está gritando, acongojada
por meses y años de matutinos
sudores —acompañada

por la turba de sus picapedreros—
la vieja excavadora: pero junto al fresco
desmonte revuelto, o en el confín breve

del horizonte tan siglo veinte
se halla la barriada… Es la ciudad.
sumergida en una claridad de fiesta,

es el mundo. Llora lo que tiene
fin y recomienza. Lo que era
bosque, campo abierto y se torna

patio blanco como la cera,
cerrado en un decoro que es rencor;
que lo que casi era una vieja feria

de frescos revoques torcidos al sol,
es ahora una colonia hormigueante
en un orden de aturdido dolor.

Llora por eso que ella cambia, aun
para mejorar. La luz
del futuro no deja de herirnos

un solo instante: aquí está, quema
todos nuestros actos cotidianos,
angustia incluso la confianza

que nos da vida, en el ímpetu gobettiano
a favor de estos obreros que, en el barrio
del otro frente humano, levantan, mudos,

su rojo trapo de esperanza.

Pier Paolo Pasolini

De: «Las cenizas de Gramsci» – 1957

Poema original en italiano:

«Il pianto della scavatrice»

I

Solo l’amare, solo il conoscere
conta, non l’aver amato,
non l’aver conosciuto. Dà angoscia

il vivere di un consumato
amore. L’anima non cresce più.
Ecco nel calore incantato

della notte che piena quaggiù
tra le curve del fiume e le sopite
visioni della città sparsa di luci,

scheggia ancora di mille vite,
disamore, mistero, e miseria
dei sensi, mi rendono nemiche
le forme del mondo, che fino a ieri
erano la mia ragione d’esistere.
Annoiato, stanco, rincaso, per neri

piazzali di mercati, tristi
strade intorno al porto fluviale,
tra le baracche e i magazzini misti

agli ultimi prati. Lì mortale
è il silenzio: ma giù, a viale Marconi,
alla stazione di Trastevere, appare

ancora dolce la sera. Ai loro rioni,
alle loro borgate, tornano su motori
leggeri – in tuta o coi calzoni

di lavoro, ma spinti da un festivo ardore
i giovani, coi compagni sui sellini,
ridenti, sporchi. Gli ultimi avventori

chiacchierano in piedi con voci
alte nella notte, qua e là, ai tavolini
dei locali ancora lucenti e semivuoti.

Stupenda e misera città,
che m’hai insegnato ciò che allegri e
feroci
gli uomini imparano bambini,

le piccole cose in cui la grandezza
della vita in pace si scopre, come
andare duri e pronti nella ressa

delle strade, rivolgersi a un altro uomo
senza tremare, non vergognarsi
di guardare il denaro contato

con pigre dita dal fattorino
che suda contro le facciate in corsa
in un colore eterno d’estate;

a difendermi, a offendere, ad avere
il mondo davanti agli occhi e non
soltanto in cuore, a capire

che pochi conoscono le passioni
in cui io sono vissuto:
che non mi sono fraterni, eppure sono

fratelli proprio nell’avere
passioni di uomini
che allegri, inconsci, interi

vivono di esperienze
ignote a me. Stupenda e misera
città che mi hai fatto fare

esperienza di quella vita
ignota: fino a farmi scoprire
ciò che, in ognun, era il mondo.

Una luna morente nel silenzio,
che di lei vive, sbianca tra violenti
ardori, che miseramente sulla terra

muta di vita, coi bei viali, le vecchie
viuzze, senza dar luce abbagliano
e, in tutto il mondo, le riflette

lassù, un po’ di calda nuvolaglia.
È la notte più bella dell’estate.
Trastevere, in un odore di paglia

di vecchie stalle, di svuotate
osterie, non dorme ancora.
Gli angoli bui, le pareti placide

risuonano d’incantati rumori.
Uomini e ragazzi se ne tornano a casa
– sotto festoni di luci ormai sole –

verso i loro vicoli, che intasano
buio e immondizia, con quel passo blando
da cui più l’anima era invasa

quando veramente amavo, quando
veramente volevo capire.
E, come allora, scompaiono cantando.

II

Povero come un gatto del Colosseo,
vivevo in una borgata tutta calce
e polverone, lontano dalla città

e dalla campagna, stretto ogni giorno
in un autobus rantolante:
e ogni andata, ogni ritorno

era un calvario di sudore e di ansie.
Lunghe camminate in una calda caligine,
lunghi crepuscoli davanti alle carte

ammucchiate sul tavolo, tra strade di
fango,
muriccioli, casette bagnate di calce
e senza infissi, con tende per porte…

Passano l’olivaio, lo straccivendolo,
venendo da qualche altra borgata,
con l’impolverata merce che pareva

frutto di furto, e una faccia crudele
di giovani invecchiati tra i vizi
di chi ha una madre dura e affamata.

Rinnovato dal mondo nuovo,
libero – una vampa, un fiato
che non so dire, alla realtà

che umile e sporca, confusa e immensa,
brulicava nella meridionale periferia,
dava un senso di serena pietà.

Un’anima in me, che non era solo mia,
una piccola anima in quel mondo
sconfinato,
cresceva, nutrita dall’allegria

di chi amava, anche se non riamato.
E tutto si illuminava, a questo amore.
Forse ancora di ragazzo, eroicamente,

e però maturato dall’esperienza
che nasceva ai piedi della storia.
Ero al centro del mondo, in quel mondo

di borgate tristi, beduine,
di gialle praterie sfregate
da un vento sempre senza pace,

venisse dal caldo mare di Fiumicino,
o dall’agro, dove si perdeva
la città fra i tuguri; in quel mondo

che poteva soltanto dominare,
quadrato spettro giallognolo
nella giallognola foschia,

bucato da mille file uguali
di finestre sbarrate, il Penitenziario
tra vecchi campi e sopiti casali.

Le cartacce e la polvere che cieco
il venticello trascinava qua e là,
le povere voci senza eco

di donnette venute dai monti
Sabini, dall’Adriatico, e qua
accampate, ormai con torme

di deperiti e duri ragazzini
stridenti nelle canottiere a pezzi,
nei grigi, bruciati calzoncini,

i soli africani, le piogge agitate
che rendevano torrenti di fango
le strade, gli autobus ai capolinea

affondati nel loro angolo
tra un’ultima striscia d’erba bianca
e qualche acido, ardente immondezzaio…

era il centro del mondo, com’era
al centro della storia il mio amore
per esso: e in questa

maturità che per essere nascente
era ancora amore, tutto era
per divenire chiaro – era,

chiaro! Quel borgo nudo al vento,
non romano, non meridionale,
non operaio, era la vita

nella sua luce più attuale:
vita, e luce della vita, piena
nel caos non ancora proletario,

come la vuole il rozzo giornale
della cellula, l’ultimo
sventolio del rotocalco: osso

dell’esistenza quotidiana,
pura, per essere fin troppo
prossima, assoluta per essere

fin troppo miseramente umana.
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III

E ora rincaso, ricco di quegli anni
così nuovi che non avrei mai pensato
di saperli vecchi in un’anima

a essi lontana, come a ogni passato.
Salgo i viali del Gianicolo, fermo
da un bivio liberty, a un largo alberato,

a un troncone di mura – ormai al termine
della città sull’ondulata pianura
che si apre sul mare. E mi rigermina

nell’anima – inerte e scura
come la notte abbandonata al profumo
una semenza ormai troppo matura

per dare ancora frutto, nel cumulo
di una vita tornata stanca e acerba…
Ecco Villa Pamphili, e nel lume

che tranquillo riverbera
sui nuovi muri, la via dove abito.
Presso la mia casa, su un’erba

ridotta a un’oscura bava,
una traccia sulle voragini scavate
di fresco, nel tufo – caduta ogni rabbia

di distruzione – rampa contro radi palazzi
e pezzi di cielo, inanimata,
una scavatrice…

Che pena m’invade, davanti a questi
attrezzi
supini, sparsi qua e là nel fango,
davanti a questo canovaccio rosso

che pende a un cavalletto, nell’angolo
dove la notte sembra più triste?
Perché, a questa spenta tinta di sangue,

la mia coscienza così ciecamente resiste,
si nasconde, quasi per un ossesso
rimorso che tutta, nel fondo, la contrista?

Perché dentro in me è lo stesso senso
di giornate per sempre inadempite
che è nel morto firmamento

in cui sbianca questa scavatrice?

Mi spoglio in una delle mille stanze
dove a via Fonteiana si dorme.
Su tutto puoi scavare, tempo: speranze

passioni. Ma non su queste forme
pure della vita… Si riduce
ad esse l’uomo, quando colme

siano esperienza e fiducia
nel mondo… Ah, giorni di Rebibbia,
che io credevo persi in una luce

di necessità, e che ora so così liberi!

Insieme al cuore, allora, pei difficili
casi che ne avevano sperduto
il corso verso un destino umano,

guadagnando in ardore la chiarezza
negata, e in ingenuità
il negato equilibrio – alla chiarezza

all’equilibrio giungeva anche,
in quei giorni, la mente. E il cieco
rimpianto, segno di ogni mia

lotta col mondo, respingevano, ecco,
adulte benché inesperte ideologie…
Si faceva, il mondo, soggetto

non più di mistero ma di storia.
Si moltiplicava per mille la gioia
del conoscerlo – come

ogni uomo, umilmente, conosce.
Marx o Gobetti, Gramsci o Croce,
furono vivi nelle vive esperienze.

Mutò la materia di un decennio d’oscura
vocazione, se mi spesi a far chiaro ciò
che più pareva essere ideale figura

a una ideale generazione;
in ogni pagina, in ogni riga
che scrivevo, nell’esilio di Rebibbia,

c’era quel fervore, quella presunzione,
quella gratitudine. Nuovo
nella mia nuova condizione

di vecchio lavoro e di vecchia miseria,
i pochi amici che venivano
da me, nelle mattine o nelle sere

dimenticate sul Penitenziario,
mi videro dentro una luce viva:
mite, violento rivoluzionario

nel cuore e nella lingua. Un uomo fioriva

IV

Mi stringe contro il suo vecchio vello,
che profuma di bosco, e mi posa
il muso con le sue zanne di verro

o errante orso dal fiato di rosa,
sulla bocca: e intorno a me la stanza
è una radura, la coltre corrosa

dagli ultimi sudori giovanili, danza
come un velame di pollini… E infatti
cammino per una strada che avanza

tra i primi prati primaverili, sfatti
in una luce di paradiso…
Trasportato dall’onda dei passi,

questa che lascio alle spalle, lieve e
misero,
non è la periferia di Roma: «Viva
Mexico!» è scritto a calce o inciso

sui ruderi dei templi, sui muretti ai bivii,
decrepiti, leggeri come osso, ai confini
di un bruciante cielo senza un brivido.

Ecco, in cima a una collina
fra le ondulazioni, miste alle nubi,
di una vecchia catena appenninica,

la città, mezza vuota, benché sia l’ora
della mattina, quando vanno le donne
alla spesa – o del vespro che indora

i bambini che corrono con le mamme
fuori dai cortili della scuola.
Da un gran silenzio le strade sono invase:

si perdono i selciati un po’ sconnessi,
vecchi come il tempo, grigi come il
tempo,
e due lunghi listoni di pietra

corrono lungo le strade, lucidi e spenti.
Qualcuno, in quel silenzio, si muove:
qualche vecchia, qualche ragazzetto

perduto nei suoi giuochi, dove
i portali di un dolce Cinquecento
s’aprano sereni, o un pozzetto

con bestioline intarsiate sui bordi
posi sopra la povera erba,
in qualche bivio o canto dimenticato.

Si apre sulla cima del colle l’erma
piazza del comune, e fra casa
e casa, oltre un muretto, e il verde

d’un grande castagno, si vede
lo spazio della valle: ma non la valle.
Uno spazio che tremola celeste

o appena cereo… Ma il Corso continua,
oltre quella familiare piazzetta
sospesa nel cielo appenninico:

s’interna fra case più strette, scende
un po’ a mezza costa: e più in basso
– quando le barocche casette diradano

ecco apparire la valle – e il deserto.
Ancora solo qualche passo
verso la svolta, dove la strada

è già tra nudi praticelli erti
e ricciuti. A manca, contro il pendio,
quasi fosse crollata la chiesa,

si alza gremita di affreschi, azzurri,
rossi, un’abside, pesta di volute
lungo le cancellate cicatrici

del crollo – da cui soltanto essa,
l’immensa conchiglia, sia rimasta
a spalancarsi contro il cielo.

È lì, da oltre la valle, dal deserto,
che prende a soffiare un’aria, lieve,
disperata,
che incendia la pelle di dolcezza…

È come quegli odori che, dai campi
bagnati di fresco, o dalle rive di un
fiume,
soffiano sulla città nei primi

giorni di bel tempo: e tu
non li riconosci, ma impazzito
quasi di rimpianto, cerchi di capire

se siano di un fuoco acceso sulla brina,
oppure di uve o nespole perdute
in qualche granaio intiepidito

dal sole della stupenda mattina.
Io grido di gioia, così ferito
in fondo ai polmoni da quell’aria

che come un tepore o una luce
respiro guardando la vallata

V

Un po’ di pace basta a rivelare
dentro il cuore l’angoscia,
limpida, come il fondo del mare

in un giorno di sole. Ne riconosci,
senza provarlo, il male
lì, nel tuo letto, petto, cosce

e piedi abbandonati, quale
un crocifisso – o quale Noè
ubriaco, che sogna, ingenuamente ignaro

dell’allegria dei figli, che
su lui, i forti, i puri, si divertono…
il giorno è ormai su di te,

nella stanza come un leone dormente.

Per quali strade il cuore
si trova pieno, perfetto anche in questa
mescolanza di beatitudine e dolore?

Un po’ di pace… E in te ridesta
è la guerra, è Dio. Si distendono
appena le passioni, si chiude la fresca

ferita appena, che già tu spendi
l’anima, che pareva tutta spesa,
in azioni di sogno che non rendono

niente… Ecco, se acceso
alla speranza – che, vecchio leone
puzzolente di vodka, dall’offesa

sua Russia giura Krusciov al mondo –
ecco che tu ti accorgi che sogni.
Sembra bruciare nel felice agosto

di pace, ogni tua passione, ogni
tuo interiore tormento,
ogni tua ingenua vergogna

di non essere – nel sentimento –
al punto in cui il mondo si rinnova.
Anzi, quel nuovo soffio di vento

ti ricaccia indietro, dove
ogni vento cade: e lì, tumore
che si ricrea, ritrovi

il vecchio crogiolo d’amore,
il senso, lo spavento, la gioia.
E proprio in quel sopore

è la luce… in quella incoscienza
d’infante, d’animale o ingenuo libertino
è la purezza… i più eroici

furori in quella fuga, il più divino
sentimento in quel basso atto umano
consumato nel sonno mattutino.

VI

Nella vampa abbandonata
del sole mattutino – che riarde,
ormai, radendo i cantieri, sugli infissi

riscaldati – disperate
vibrazioni raschiano il silenzio
che perdutamente sa di vecchio latte,

di piazzette vuote, d’innocenza.
Già almeno dalle sette, quel vibrare
cresce col sole. Povera presenza

d’una dozzina d’anziani operai,
con gli stracci e le canottiere arsi
dal sudore, le cui voci rare,

le cui lotte contro gli sparsi
blocchi di fango, le colate di terra,
sembrano in quel tremito disfarsi.

Ma tra gli scoppi testardi della
benna, che cieca sembra, cieca
sgretola, cieca afferra,

quasi non avesse meta,
un urlo improvviso, umano,
nasce, e a tratti si ripete,

così pazzo di dolore, che, umano,
subito non sembra più, e ridiventa
morto stridore. Poi, piano,

rinasce, nella luce violenta,
tra i palazzi accecati, nuovo, uguale,
urlo che solo chi è morente,

nell’ultimo istante, può gettare
in questo sole che crudele ancora splende
già addolcito da un po’ d’aria di mare…

A gridare è, straziata
da mesi e anni di mattutini
sudori – accompagnata

dal muto stuolo dei suoi scalpellini,
la vecchia scavatrice: ma, insieme, il
fresco
sterro sconvolto, o, nel breve confine

dell’orizzonte novecentesco,
tutto il quartiere… È la città,
sprofondata in un chiarore di festa,

– è il mondo. Piange ciò che ha
fine e ricomincia. Ciò che era
area erbosa, aperto spiazzo, e si fa

cortile, bianco come cera,
chiuso in un decoro ch’è rancore;
ciò che era quasi una vecchia fiera

di freschi intonachi sghembi al sole,
e si fa nuovo isolato, brulicante
in un ordine ch’è spento dolore.

Piange ciò che muta, anche
per farsi migliore. La luce
del futuro non cessa un solo istante

di ferirci: è qui, che brucia
in ogni nostro atto quotidiano,
angoscia anche nella fiducia

che ci dà vita, nell’impeto gobettiano
verso questi operai, che muti innalzano,
nel rione dell’altro fronte umano,

il loro rosso straccio di speranza.

Pier Paolo Pasolini

De: «Le ceneri di Gramsci» – (Poemetti, 1957)

Pier Paolo Pasolini nació en Bolonia, el 5 de marzo de 1922.
Escritor, poeta y director de cine, es uno de los escritores más reconocidos de su generación, al igual que uno de los cineastas más venerados de su país.
Murió asesinado en Ostia, cerca de Roma, el 2 de noviembre de 1975.

También de Pier Paolo Pasolini en este blog:

«Pier Paolo Pasolini: Las hermosas banderas»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: Temor de mí»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: Los pobres de Malafiesta»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: Las cenizas de Gramsci – Canto VI»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: Dies Irae»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: Poesía mundana»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: Cercana a los ojos»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: Carne y cielo»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: El llanto de la excavadora»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: Al muchacho Codignola»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: Dies Irae»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: Versos sutiles como rayas de lluvia»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: Manifestar»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: El motivo de Charlot»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: Fragmento de la Muerte»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: Al príncipe»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: Muerte, de La religión de mi tiempo»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: Abro a la mañana de un blanco lunes…»: AQUÍ 

«Pier Paolo Pasolini: Ladrones»: AQUÍ

«Pier Paolo Pasolini: Danza de Narciso»: AQUÍ

Bibliografía poética:

Poesie a Casarsa – 1942
Poesie – 1945
Diarii – 1945
I pianti – 1946
Dov’è la mia patria, con 13 disegni di G. Zigaina – 1949
Tal còur di un frut, Edizioni di Lingua Friulana –  1953 (reeditada en 1974)
Dal diario (1945-47) –  1954
La meglio gioventù – 1954
Il canto popolare –  1954
Le ceneri di Gramsci – 1957
L’Usignolo della Chiesa Cattolica – 1958
Roma 1950 – 1960
Sonetto primaverile (1953) – 1960
La religione del mio tempo – 1961
Poesia in forma di rosa (1961-1964) –  1964
Poesie dimenticate, al cuidado de Luigi Ciceri –  1965
Trasumanar e organizzar –  1971
La nuova gioventù. Poesie friulane 1941-1974 –  1975
Le poesie: Le ceneri di Gramsci, La religione del mio tempo, Poesia in forma di rosa –  1975
Bestemmia. Tutte le poesie, 2 vols. – 1993
Poesie scelte –  1997
Tutte le poesie, 2 vols. –  2003

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  • Reply Bitacoras.com septiembre 28, 2014 at 1:38 am

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